Hace unos días tuvimos una comida familiar, nada extraordinario: mi marido, mis hijos y mi hermana. Mientras lavaba unos platos en la cocina, escuchaba sus voces, comentando, riéndose, diciendo cosas cotidianas y yo no pude más qué pensar lo agradable que era escuchar voces queridas en casa. Supongo que una de las cosas que hacen de una casa un hogar son todas aquellas voces que al escucharlas te calientan el alma y te dibujan una sonrisa en el rostro. Voces que van y vienen por el cuerpo creando una sensación de profunda seguridad.
Cuando era niña, al escuchar la voz de la cocinera Panchita sabía que estaba en casa. Una voz estridente, poco amable en ocasiones, pero a veces era el canto más dulce que podía escuchar. Hablaba mitad mixteco y mitad en un español muy suyo. Mi hermana y yo decimos que hablamos español de milagro, porque es cierto que nos pasábamos largas horas platicando con Panchita mientras ella pelaba los ajos para hacer los guisados, con esas uñas duras y descarapeladas por toda una infancia en el campo. Con esa voz tan suya nos contaba cómo habían matado a su esposo en la milpa, y cómo le había picado no se qué bicho cuando era niña y que por falta de atención la pierna se le reventó y ahora tenía una leve cojera. Nos contaba con su voz cascada por los años su difícil infancia en Oaxaca. Y era su voz la que me mantenía en la cocina por horas enteras, y era su voz la que me decía que mi hogar era ese y que no debía estar en ningún otro lado. "Ves a trai el periódico", "recoge eso que resbala nuestro pié", "estás tecu-i (loca) o qué", "lleva la cosa caliente al comedor".
Panchita nos vio nacer y convertirnos en adolescentes odiosos. También conoció a nuestros novios y pronto la voz de Panchis también llegó al corazón de Mario mi marido, como le llegaba al corazón a todos los que iban a comer a nuestra casa. Su voz nos consoló cuando el corazón se nos partía en pedacitos, nos reprendía cuando le faltábamos el respeto a nuestros papás y nos dio consejos cuando de plano perdíamos el rumbo. Su voz muchas veces fue camino. Sólo en una ocasión Panchita se quedó sin voz y fue el día en el que mi papá murió, ahí sí el dolor le hizo tal nudo en la garganta que no dijo nada y ese día su voz no me consoló porque no había consuelo alguno. Ninguna de las dos pudimos creer que no escucharíamos más la voz de mi papá, una voz ronca, dulce y cálida que rara vez usaba con ira, y rara vez alzaba. Siempre fue un bálsamo para nosotros. Desde que nos levantaba cantando "Oh how I hate to get up in the morning", hasta que nos daba las buenas noches. Una voz que escuchábamos a lo lejos cuando en Tepoztlán subíamos el monte hacia la cascada, entonces el cerro hacía que su voz se repitiera varias veces y se uniera con los truenos que anunciaban lluvia. Pero siempre era una lluvia cálida y amable, así como la voz de mi papá.
Recuerdo los sábados en la mañana, cuando regaba su jardín en Callejón de las Cruces mientras cantaba "Un bel di vedremo" de Mme. Butterfly, tan desafinado que el perro no paraba de aullar durante toda el aria. Mi papá cantaba muy mal, pero cantaba todo el día y esa voz desafinada era la que me despertaba por las mañanas y me hacía apreciar lo que era vivir....simplemente vivir.
Ahora escucho las voces de mis hijos y pienso que no hay sonido mas bello sobre la faz de la tierra. Voces que hacen hogares. Voces que construyen vidas.
martes, 25 de noviembre de 2014
lunes, 10 de noviembre de 2014
Chipotles con Piloncillo
Mi mamá tuvo una infancia difícil, quedó huérfana de padre cuando aún era una bebita así es que creció con una muy joven madre soltera que no supo cómo resolver su vida de otra manera que enviando a sus dos hijos a estudiar lejos. Mi mamá, Martha se llamaba, pasó toda su infancia y buena parte de su adolescencia en San Luis, en un internado de monjas que las hacían bañarse con camisón, para que no tocaran su piel, ni vieran su cuerpo desnudo. Y como su madre no se ocupaba mucho de ella o no tenía el dinero para hacerlo, Martha pasaba sus fines de semana en ese mismo lugar, a menos que alguna amiga se compadeciera y la invitara a pasar unos días con ella. Esa fue la infancia de mi madre, me puedo imaginar que sin muchos momentos felices y por lo mismo hablaba poco de ella. El único recuerdo que le iluminaba la mirada era cuando hablaba de su abuela Doña Rosendita y de cómo cargaba con su anafre y se la llevaba con sus grupo de amigas con las que jugaba cartas. Todas ellas, se sentaba al rededor del fuego y liaban sus propios cigarros. Mi mamá no hablaba mucho, sólo escuchaba los chismes, anécdotas y ocurrencias de aquellas señoras. Así es que los únicos recuerdos lindos que tuvo Martha (Tita para quienes la queríamos) fueron al lado de su abuela Rosendita, una mujer con trenzas blancas que fumaba y jugaba cartas.
Yo no tuve la fortuna de crecer con abuelos. Mi abuela paterna, Doña Colomba, había muerto cuando yo nací, y de mi abuela materna tengo pocos recuerdos. Sólo que era una mujer extremadamente bella, que vivió con el estigma de haberse enamorado de Juan Lerdo, un hombre divorciado y que dejó que la vida la convirtiera en una mujer dura. Pero no fue sino hasta que tuvo ese accidente automovilístico que casi la degüella y que la dejó coja por el resto de sus días, como se le hizo el corazón de piedra. Mi abuela fue una mujer que vivió con cicatrices por fuera y por dentro. Calela, una mujer bella con poco tiempo y paciencia para sus nietos. El recuerdo que tengo es de ella, sentada en una silla, de la biblioteca de mi casa en Mixcoac, poniéndose crema de concha nácar en la cicatriz que le cruzaba todo el cuello, casi de oreja a oreja. No recuerdo que me haya cargado, que haya jugado conmigo o que me haya platicado alguna vez. Mi mamá decía que Calela le enseñó que una mujer no masca chicle en la calle, ni se sienta con las piernas abiertas, ni dice malas palabras porque no se ve bien...¡y es cierto!, pero a mí nunca me dijo nada de eso.
Con todo esto, mi mamá fue una mujer dura también, incapaz de abrazar a sus hijos o darles besos espontáneos. Obsesiva del orden. Sus clósets eran algo único, todo estaba inventariado, las toallas debían estar con los lomos hacia afuera, las sábanas recién lavadas siempre tenían que ir hasta abajo del tambache y muchas cosas mas. Mis hermanos y yo siempre vivimos con el temor de que se enojara por algún descuido, como no poner los calcetines en el cesto de la ropa sucia y que te levantara en la madrugada a hacerlo. No me quejo, todos esos detalles acabaron por formarme para bien o para mal. Tita fue una mamá poco cariñosa, pero la abuela mas amorosa que pisara la faz de la tierra. Así es, mis hijos tuvieron una abuela maravillosa. Todavía me sorprendo cuando recuerdo el desorden que era su casa después de las visitas de los nietos, espadas tiradas por todos lados porque habían jugado a los piratas la tarde entera. Tita nunca jugó conmigo, pero con sus nietos brincaba de cama en cama con una espada de plástico en mano y gritando "¡al abordaje mis valientes!", como todo un personaje sacado de las novelas de Salgari.
Y por esto y por muchas otras cosas mas le estaré siempre agradecida.
Es cierto, Tita nos abrazaba poco, pero siempre hizo de nuestra casa un hogar, en el que también rondaba Panchita, la cocinera de toda la vida, haciendo las recetas de familia como los chipotles con piloncillo. Uno de los recuerdos mas gratos de mi infancia son esos aromas que siempre emanaban de la cocina. Llegar de la escuela y oler a sopa de pasta, mole, entomatado...¡los frijoles refritos de Panchis! son memorias que tengo clavadas en el alma.
Hoy replico esa receta, para regalar y para ofrecer a mis invitados y me siento feliz al hacerlo. El aroma de los chipotles en piloncillo me ayudan a recordar que estoy hecha de tradiciones, de recuerdos y recetas de familia. De aromas del plátano al freírse y de los cacahuates tostados para hacer el mole. Me recuerdan que soy Doña Rosendita, Calela y Tita y que cuando cocino soy una fusión de todas ellas, mujeres que liaban sus cigarros, con cicatrices por dentro y por fuera y que yo como ellas, hago lo que puedo de mi vida con los ingredientes que tengo a la mano.
Al día de hoy no me quejo, la receta de mi vida toma forma pero siento que todavía hay ingredientes por agregar antes de meterla al horno y que concluya por completo. Pero lo que me importa es que tengo un libro de recetas, escritas por las mujeres de mi familia que me da sustento, historia y futuro.
Yo no tuve la fortuna de crecer con abuelos. Mi abuela paterna, Doña Colomba, había muerto cuando yo nací, y de mi abuela materna tengo pocos recuerdos. Sólo que era una mujer extremadamente bella, que vivió con el estigma de haberse enamorado de Juan Lerdo, un hombre divorciado y que dejó que la vida la convirtiera en una mujer dura. Pero no fue sino hasta que tuvo ese accidente automovilístico que casi la degüella y que la dejó coja por el resto de sus días, como se le hizo el corazón de piedra. Mi abuela fue una mujer que vivió con cicatrices por fuera y por dentro. Calela, una mujer bella con poco tiempo y paciencia para sus nietos. El recuerdo que tengo es de ella, sentada en una silla, de la biblioteca de mi casa en Mixcoac, poniéndose crema de concha nácar en la cicatriz que le cruzaba todo el cuello, casi de oreja a oreja. No recuerdo que me haya cargado, que haya jugado conmigo o que me haya platicado alguna vez. Mi mamá decía que Calela le enseñó que una mujer no masca chicle en la calle, ni se sienta con las piernas abiertas, ni dice malas palabras porque no se ve bien...¡y es cierto!, pero a mí nunca me dijo nada de eso.
Con todo esto, mi mamá fue una mujer dura también, incapaz de abrazar a sus hijos o darles besos espontáneos. Obsesiva del orden. Sus clósets eran algo único, todo estaba inventariado, las toallas debían estar con los lomos hacia afuera, las sábanas recién lavadas siempre tenían que ir hasta abajo del tambache y muchas cosas mas. Mis hermanos y yo siempre vivimos con el temor de que se enojara por algún descuido, como no poner los calcetines en el cesto de la ropa sucia y que te levantara en la madrugada a hacerlo. No me quejo, todos esos detalles acabaron por formarme para bien o para mal. Tita fue una mamá poco cariñosa, pero la abuela mas amorosa que pisara la faz de la tierra. Así es, mis hijos tuvieron una abuela maravillosa. Todavía me sorprendo cuando recuerdo el desorden que era su casa después de las visitas de los nietos, espadas tiradas por todos lados porque habían jugado a los piratas la tarde entera. Tita nunca jugó conmigo, pero con sus nietos brincaba de cama en cama con una espada de plástico en mano y gritando "¡al abordaje mis valientes!", como todo un personaje sacado de las novelas de Salgari.
Y por esto y por muchas otras cosas mas le estaré siempre agradecida.
Es cierto, Tita nos abrazaba poco, pero siempre hizo de nuestra casa un hogar, en el que también rondaba Panchita, la cocinera de toda la vida, haciendo las recetas de familia como los chipotles con piloncillo. Uno de los recuerdos mas gratos de mi infancia son esos aromas que siempre emanaban de la cocina. Llegar de la escuela y oler a sopa de pasta, mole, entomatado...¡los frijoles refritos de Panchis! son memorias que tengo clavadas en el alma.
Hoy replico esa receta, para regalar y para ofrecer a mis invitados y me siento feliz al hacerlo. El aroma de los chipotles en piloncillo me ayudan a recordar que estoy hecha de tradiciones, de recuerdos y recetas de familia. De aromas del plátano al freírse y de los cacahuates tostados para hacer el mole. Me recuerdan que soy Doña Rosendita, Calela y Tita y que cuando cocino soy una fusión de todas ellas, mujeres que liaban sus cigarros, con cicatrices por dentro y por fuera y que yo como ellas, hago lo que puedo de mi vida con los ingredientes que tengo a la mano.
Al día de hoy no me quejo, la receta de mi vida toma forma pero siento que todavía hay ingredientes por agregar antes de meterla al horno y que concluya por completo. Pero lo que me importa es que tengo un libro de recetas, escritas por las mujeres de mi familia que me da sustento, historia y futuro.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)