Y hoy que debo empezar mi semana sacando algunos trabajos pendientes, mi mente rueda y no se detiene (como la canción) hacia mi vida, hacia lo que he logrado y lo que he hecho en estos últimos años. Cosas de la época supongo, los fines de año uno está casi obligado a reflexionar sobre la vida, en la creencia de que se puede enmendar errores, construir reconciliaciones o simplemente borrar pasados incómodos. Eso nunca se logra, o por lo menos no en mi caso, yo arrastro e integro. Eso de hacer un comienzo limpio cada año no se me da.
Me queda claro que esta manera de ser no es necesariamente la mejor, pero no puedo ser de otra forma. Me cuesta olvidar agravios, me cuesta reparar heridas y olvidar errores que ya no tienen posibilidad de ser enmendados. "Avanza" me dice constantemente el subconsciente y sí, eso sería lo más prudente. Moverte y dejar atrás todo lo que ya fue y que debe estar en tu pasado. Moverte y dejar que el tiempo haga lo suyo y repare, pero mi mente trabaja en formas misteriosas y se instala en situaciones que ya no tiene caso que se revivan: ¿por qué no estuve en el momento en el que murió mi mama?, ¿por qué no le dije que encima de todo la quería con toda mi alma?, ¿por qué dejé que una amistad se perdiera?, ¿por qué hice esto que lastimó tanto a uno amiga/o?. ¡Puf! ¡cuánta cosa! Es un infierno estar dentro de mí en los momentos en los que mi mente rueda. Me queda claro que las situaciones pasadas me siguen haciendo daño porque yo las traigo de manera constante a la mente. Me convierto en una observadora y juez implacable de mi pasado sin darme cuenta de lo absurdo que resulta.
¡Avanza! me dice de nuevo el subconsciente.
Hace tiempo, Mario y yo tomamos el "turibus" en un paseo realmente agradable y lo que más me gustó al ir en la parte superior, además de percibir la ciudad con sus sonidos y aromas y de sentir el aire y el sol en la cara, fue que al pasar por zonas residenciales yo podía atisbar al interior de los departamentos e imaginarme lo que estaría sucediendo ahí dentro. Eso me lleva a pensar que soy una especie de "voyeurista", pero mi interés no tiene connotaciones sexuales (¡o no lo se!, creo que es una pregunta para mi siguiente sesión con la psicóloga), me gusta observar a través de las ventanas, atisbar al interior de una casa cuando la puerta se ha dejado entre abierta. Atisbar en los corazones cuando una ventana se ha dejado ligeramente abierta. Y en este observar la vida de los demás me involucro y siento y pienso y saco conclusiones y en ocasiones me instalo en las delicias o en los sinsabores del corazón ajeno y trato de exprimir hasta el último por qué. Me convierto en observadora de cualquier gesto ajeno que me sirva de reflejo.
¡Avanza! las cosas a veces es mejor dejarlas como están.
Y por si fuera poco, tengo una memoria sumamente selectiva para lo malo, para las equivocaciones, los errores, los malos momentos. En una cena tiendo a recordar cuando tiré el vino y no cuando dije algo genial. En un paseo recuerdo cuando me caí y no cuando hice una observación realmente inteligente. En una conversación recuerdo las imprudencias y nunca las palabras dulces y de aliento; y de esta manera vuelvo a instalarme en un pasado que no me gusta y en una perspectiva distorsionada de la realidad. Porque los demás, los que me quieren, por lo general no recuerdan mis descalabros sino los aciertos. A veces me gustaría quererme tanto como como me quieren algunas personas y recordar lo bueno que hice, las palabras de aliento y las frases geniales. Me convierto en una observadora implacable de mis errores.
¡Avanza! las cosas son como son
Pero por otro lado en el recuento, esto de ser tan observadora me convierte en una buena amiga supongo. En una buena compañía y en una buena escucha. No soy una mujer muy lista, ni tampoco muy culta, (he leído mucho pero se me ha olvidado, esa es la verdad de las cosas), pero en este afán de atisbar en el alma ajena, me intereso por el otro y trato de aprender. Observo y percibo. Observo y reacciono. Observo y absorbo. A veces, en ese no querer ser intento ser alguien mejor. En ese escuchar a los demás pretendo ser una mejor versión de la mujer que escribe estas palabras. Y en ese escuchar intento con toda mi alma ser amiga. Me convierto en una observadora de los corazones de la gente que amo y percibo y reacciono y trato de acoger.
Estás avanzando...
No siempre tan rápido como yo quisiera.
Yo la "voyeurista". La que observa, percibe y trata de entender. Esa soy yo.
lunes, 28 de diciembre de 2015
lunes, 2 de noviembre de 2015
MUJERES COMO CASAS
Mujeres
como casas....sí, eso somos.
Con
montones de secretos, esquinas y rincones en donde se guardan sinsabores y
alegrías, experiencias que se van acomodando entre los muebles y la vida.
Siempre con cajones, armarios, puertas que permanecen cerradas a veces por
demasiado tiempo y cuando se abren desprenden un olor a viejo y a cansado, a
recuerdos que no se disfrutaron del todo que se encerraron ahí, en un cajón de
la vida a veces por conciliar y buscar paz interior. Con áticos y sótanos
llenos de cosas acumuladas por años.
Casas que
llenamos con suspiros ¡las mujeres estamos llenas de suspiros!, anhelos que se
quedan suspendidos entre las paredes de las recámaras y en las oficinas que en
ocasiones se convierten en casas, o en los negocios que fueron levantados de
peso en peso y que se vuelven las casas en donde se educa a los hijos. Y estos suspiros no pueden estar encerrados
entre cuatro paredes, a veces logran escapar y se quedan rondando en la atmósfera…
y si sales a las calles y logras estar en silencio aunque sea por unos minutos,
los recoges en la piel y muchas veces te sirven para ir por el día con la
cabeza en alto. Suspiros compartidos que hablan de batallas que se libran
apenas abrir las puertas de las casas. Sé que si esos suspiros pudieran tener
colores pintarían el cielo como una inmensa aurora boreal.
Las casas
viejas guardan y resguardan tradiciones que son las que finalmente le dan
sentido a las familias, las nuevas, sólo esperan ser vividas alegremente. Pero
viejas y nuevas, son casas que aspiran a ser hogares, que reclaman ser
habitadas, tratadas con cariño y reparadas cuando se les hacen grietas. Con
ventanas que deben ser abiertas todos los días para que el aire de la mañana
entre y se arremoline entre las sábanas.
Las
mujeres como casas que deben ser vividas y disfrutadas, y que sin son
maltratadas se resquebrajan y se agrietan muchas veces, más allá de una
reparación.
He
escuchado historias de mujeres cuyas vidas toman giros trágicos y aun así,
reinventan, corrigen y encuentran. Mujeres que han visto sus cuatro paredes
desmoronarse y sus ventanas romperse en añicos pero al tiempo, se reconstruyen desde
los cimientos.
Las
mujeres como casas que esperan ser vividas, disfrutadas y tratadas con respeto.
Sin maltratos y abandonos.
Aunque en
ocasiones hay casas que es mejor dejar solas porque así es como sus muros
permanecen en pie.
Mujeres
como casas…sí eso somos
martes, 25 de agosto de 2015
POR INSTRUCCIONES PRECISAS.
Hola ma,
Hoy te escribo por instrucciones de mi psicóloga. He hablado mucho sobre ti en mis espacios de terapia, porque me queda claro que mucho de lo que soy ahora me viene de los años que viví contigo. Es fácil reprochar a los padres y es todavía más fácil pensar que la manera de enfrentar la vida es la misma que nos enseñaron en nuestra infancia.
Infancia es destino dicen por ahí.
Tuve una infancia feliz mamá, en verdad que la tuve. Nunca me sentí abandonada y recuerdo con cariño esas tardes en las que te acompañaba a "El Puerto" (como tú llamabas a Liverpool), a elegir patrones para nuestros futuros vestidos. Recuerdo el olor de las telas enrolladas en esos tubos de cartón, la textura de cada una de ellas y tu mirada cuando las recorrías todas y te imaginabas a tus niñas con esos colores.
El motivo de esta carta es para decirte que de las cosas que mas lamento en esta vida es no haber estado ahí en el momento en el que tomaste la decisión de partir. Porque se que elegiste el momento de tu muerte, para descansar, para estar con mi papá, para recuperar un poco de la dignidad que habías perdido en el momento en el que tuviste qué usar tu primer pañal. Ya no era vida la que tenías. Y ahora debo decirte lo que no te pude decir en vida y no se me ocurren palabras amargas o reproches, sólo dulces aprendizajes.
¿Sabes qué te hubiera dicho ma? Te hubiera enumerado lo que aprendí de ti, así es que voy a hacer una lista, la misma que me hubiera gustado leerte en vida.
1. De ti aprendí a ser fuerte y no una fortaleza de gritos ni trancazos, sino una callada, tenaz y constante.
2. Aprendí el valor de tener una casa linda y bien arreglada, que no siempre se logra teniendo tres hijos y dos perros
3. El gozo de recibir invitados
4. La importancia de cocinar bien
5. Aprendí que la cocina de una casa no es sólo una habitación sino un espacio de gozo e integración de las almas
6. A tener helechos por todos lados. Esas plantas siempre verdes y tupidas como un recordatorio de que en ese hogar no sólo se habita sino que se vive.
7. Aprendí que es importante sonreír con la boca y con los ojos .
8. Aprendí que los pastelitos de nuez sólo se hornean en Navidad, porque si se ofrecen durante todo el año pierden importancia. (De hecho, aunque tenemos la receta, nadie los puede hacer igual que tu ¿te importaría venir a decirme cómo los hacías? porque aunque te vi muchas veces preparándolos, estoy segura que debe haber un secreto)
9. A tratar con delicadeza a las personas que nos ayudan en casa
10. Que una mujer puede aspirar a ser pirata
11. Aprendí la importancia de cuidarse el cutis
12. Y a tener flores frescas
Enumero también lo que me trataste de enseñar y no aprendí:
13. Principios de diplomacia, mismos que no aplico
14. A pensar antes de actuar
15. A ser mejor estratega en las relaciones con los demás
16. A tener bonita letra
17. a coser
18. a tejer
19. a chiflar
20. a dejarme querer
Pero a todo esto que no aprendí, está adherido el recuerdo de una madre que trató de enseñarme y eso me basta.
Eso me hubiera gustado decirte ma: que me quedo con todo lo bueno y que lo malo lo iré olvidando poco a poco. Dejo que se diluya en el pasado, porque ahora que soy mamá me doy cuenta de que hiciste lo mejor que pudiste con las herramientas que la vida te fue dando a lo largo del camino.
Hoy te digo que me quedo con lo bueno Tita, QUE NO ES POCO.
Hoy te escribo por instrucciones de mi psicóloga. He hablado mucho sobre ti en mis espacios de terapia, porque me queda claro que mucho de lo que soy ahora me viene de los años que viví contigo. Es fácil reprochar a los padres y es todavía más fácil pensar que la manera de enfrentar la vida es la misma que nos enseñaron en nuestra infancia.
Infancia es destino dicen por ahí.
Tuve una infancia feliz mamá, en verdad que la tuve. Nunca me sentí abandonada y recuerdo con cariño esas tardes en las que te acompañaba a "El Puerto" (como tú llamabas a Liverpool), a elegir patrones para nuestros futuros vestidos. Recuerdo el olor de las telas enrolladas en esos tubos de cartón, la textura de cada una de ellas y tu mirada cuando las recorrías todas y te imaginabas a tus niñas con esos colores.
El motivo de esta carta es para decirte que de las cosas que mas lamento en esta vida es no haber estado ahí en el momento en el que tomaste la decisión de partir. Porque se que elegiste el momento de tu muerte, para descansar, para estar con mi papá, para recuperar un poco de la dignidad que habías perdido en el momento en el que tuviste qué usar tu primer pañal. Ya no era vida la que tenías. Y ahora debo decirte lo que no te pude decir en vida y no se me ocurren palabras amargas o reproches, sólo dulces aprendizajes.
¿Sabes qué te hubiera dicho ma? Te hubiera enumerado lo que aprendí de ti, así es que voy a hacer una lista, la misma que me hubiera gustado leerte en vida.
1. De ti aprendí a ser fuerte y no una fortaleza de gritos ni trancazos, sino una callada, tenaz y constante.
2. Aprendí el valor de tener una casa linda y bien arreglada, que no siempre se logra teniendo tres hijos y dos perros
3. El gozo de recibir invitados
4. La importancia de cocinar bien
5. Aprendí que la cocina de una casa no es sólo una habitación sino un espacio de gozo e integración de las almas
6. A tener helechos por todos lados. Esas plantas siempre verdes y tupidas como un recordatorio de que en ese hogar no sólo se habita sino que se vive.
7. Aprendí que es importante sonreír con la boca y con los ojos .
8. Aprendí que los pastelitos de nuez sólo se hornean en Navidad, porque si se ofrecen durante todo el año pierden importancia. (De hecho, aunque tenemos la receta, nadie los puede hacer igual que tu ¿te importaría venir a decirme cómo los hacías? porque aunque te vi muchas veces preparándolos, estoy segura que debe haber un secreto)
9. A tratar con delicadeza a las personas que nos ayudan en casa
10. Que una mujer puede aspirar a ser pirata
11. Aprendí la importancia de cuidarse el cutis
12. Y a tener flores frescas
Enumero también lo que me trataste de enseñar y no aprendí:
13. Principios de diplomacia, mismos que no aplico
14. A pensar antes de actuar
15. A ser mejor estratega en las relaciones con los demás
16. A tener bonita letra
17. a coser
18. a tejer
19. a chiflar
20. a dejarme querer
Pero a todo esto que no aprendí, está adherido el recuerdo de una madre que trató de enseñarme y eso me basta.
Eso me hubiera gustado decirte ma: que me quedo con todo lo bueno y que lo malo lo iré olvidando poco a poco. Dejo que se diluya en el pasado, porque ahora que soy mamá me doy cuenta de que hiciste lo mejor que pudiste con las herramientas que la vida te fue dando a lo largo del camino.
Hoy te digo que me quedo con lo bueno Tita, QUE NO ES POCO.
lunes, 10 de agosto de 2015
VERACRUZ Y UN MOMENTO ENTRE VAGONES.
En estos tiempos, en los que Veracruz está de manera tan dolorosa en boca de todos, no puedo dejar de pensar en el de mis recuerdos. Al que me gustó ir y nombrar.
Mi papá viajaba constantemente al puerto, por lo general iba solo pero una vez me escogió como compañera de viaje. Nos fuimos en tren, reservamos una cabina que tenía camas literas y un diminuto lavabo que al darle la vuelta (o jalar una palanca, o apretar un botón) se convertía en WC. Yo escogí "la cama de arriba" y mi papá por supuesto que no puso objeción alguna, había pocas prohibiciones en esos viajes con él ya fuera a Veracruz, Tepoztlán o Manzanillo. Concilié el sueño con el vaivén de los vagones, el ruido de las ruedas rozando las vías y los esporádicos silbidos de la máquina; hasta que a primeras horas de la mañana, las notas de un triángulo de metal avisó que el desayuno estaba listo en el carro comedor. En el camino, papá y yo nos quedamos un momento en el espacio entre vagón y vagón sintiendo el aire y el olor de campo. Ahí el ruido era ensordecedor, así es que en esos momentos Chuchín y yo no platicamos, él veía el paisaje y yo sólo me limité a observar su sonrisa divertida pensando que mi mamá nunca me hubiera permitido estar en ese lugar tan peligroso ¡porque lo era!; pero mi papá era así, un poco irresponsable en lo que se refería al cuidado de sus hijos.
Lo que mejor recuerdo de ese viaje es ese breve momento entre vagones; cierro los ojos y puedo escuchar las ruedas del tren, el viento en la cara y la risa de mi papá..como si no hubiera sido en otra vida ya. Con el pelo todo revuelto, llegamos al carro comedor en donde desayuné, observé a través de la ventana el paisaje que pasaba velozmente ante mis ojos y soñé calladita, mientras mi papá leía el periódico.
Ya lo dijo Serrat: "son aquellas pequeñas cosas..."
Al llegar a Veracruz había que recibir un barco carguero para que mi papá supervisara la descarga de toneladas y toneladas de azúcar. Siempre me gustó ver a esos gigantes de acero acercarse lentamente, los marineros a bordo y los trabajadores del muelle en frenético movimiento hasta que finalmente el barco llegaba a su destino.
Después de mis largas horas leyendo a Emilio Salgari, yo ya me sentía experta en asuntos de barcos y de mar, sabía lo que era babor y estribor, la popa y la proa, y no es que eso fuera mucho saber sobre barcos pero a mis escasos años, "manejar ese vocabulario" me daba un sentido de agradable superioridad y de saberme casi parte de la tripulación. Yo sabía que los barcos no se van, sino que zarpan junto con los sueños de muchas jóvenes veracruzanas que depositaban sus anhelos en los apuestos marineros. Todavía puedo escuchar a papá decir "¡al abordaje mis valientes!" y así el Oso Hammeken, con una sola frase, lograba que un simple ascenso por una escalerilla de metal oxidado se convirtiera en la antesala de una nueva aventura . En la cubierta de ese barco yo lo veía más alto y apuesto que nunca, como todo un corsario.
Mi papá de barcos y marineros...muy diferente al papá de los jardines, azaleas blancas y Mme. Butterfly. Ahí también me gustaba, pero en su jardín era un hombre de carne y hueso.
Muchos años después regresé por cuestiones de trabajo a Veracruz Puerto, ahí nos recibiría el encargado del Acuario para llevarnos al arrecife. Camila, Martha, Ademir, Ricardo y yo aprendimos cómo cuidar a los corales, conocimos a un grupo de jóvenes que hacían intentos desesperados por proteger el arrecife, desembarcamos en una isla color esmeralda, rodeamos un diminuto islote que los lugareños llaman Cancuncito en donde la gente apenas y cabe pero aun así encuentra la manera de divertirse, en el Acuario conocimos a un pulpo que aprendió a abrir su jaula e irse a robar la comida de sus compañeros, y al día siguiente platicamos con un grupo de mujeres que hacían velas, jabones, envasaban miel de abeja, trabajaban de sol a sol y aun así apenas sobrevivían. En esa ocasión, Veracruz ya no fue el puerto que yo recordaba, pero lo pude reconocer todavía en la Parroquia, el Hotel Emporio y en las calles que todavía caminamos sin temor; y lo conocí un poco más en la pequeña Cuba.
Hoy me pesa que a Veracruz se le mencione con dolor, porque el lugar y su gente se merecen mucho mas de lo que están viviendo a últimas fechas.
Mi papá viajaba constantemente al puerto, por lo general iba solo pero una vez me escogió como compañera de viaje. Nos fuimos en tren, reservamos una cabina que tenía camas literas y un diminuto lavabo que al darle la vuelta (o jalar una palanca, o apretar un botón) se convertía en WC. Yo escogí "la cama de arriba" y mi papá por supuesto que no puso objeción alguna, había pocas prohibiciones en esos viajes con él ya fuera a Veracruz, Tepoztlán o Manzanillo. Concilié el sueño con el vaivén de los vagones, el ruido de las ruedas rozando las vías y los esporádicos silbidos de la máquina; hasta que a primeras horas de la mañana, las notas de un triángulo de metal avisó que el desayuno estaba listo en el carro comedor. En el camino, papá y yo nos quedamos un momento en el espacio entre vagón y vagón sintiendo el aire y el olor de campo. Ahí el ruido era ensordecedor, así es que en esos momentos Chuchín y yo no platicamos, él veía el paisaje y yo sólo me limité a observar su sonrisa divertida pensando que mi mamá nunca me hubiera permitido estar en ese lugar tan peligroso ¡porque lo era!; pero mi papá era así, un poco irresponsable en lo que se refería al cuidado de sus hijos.
Lo que mejor recuerdo de ese viaje es ese breve momento entre vagones; cierro los ojos y puedo escuchar las ruedas del tren, el viento en la cara y la risa de mi papá..como si no hubiera sido en otra vida ya. Con el pelo todo revuelto, llegamos al carro comedor en donde desayuné, observé a través de la ventana el paisaje que pasaba velozmente ante mis ojos y soñé calladita, mientras mi papá leía el periódico.
Ya lo dijo Serrat: "son aquellas pequeñas cosas..."
Al llegar a Veracruz había que recibir un barco carguero para que mi papá supervisara la descarga de toneladas y toneladas de azúcar. Siempre me gustó ver a esos gigantes de acero acercarse lentamente, los marineros a bordo y los trabajadores del muelle en frenético movimiento hasta que finalmente el barco llegaba a su destino.
Después de mis largas horas leyendo a Emilio Salgari, yo ya me sentía experta en asuntos de barcos y de mar, sabía lo que era babor y estribor, la popa y la proa, y no es que eso fuera mucho saber sobre barcos pero a mis escasos años, "manejar ese vocabulario" me daba un sentido de agradable superioridad y de saberme casi parte de la tripulación. Yo sabía que los barcos no se van, sino que zarpan junto con los sueños de muchas jóvenes veracruzanas que depositaban sus anhelos en los apuestos marineros. Todavía puedo escuchar a papá decir "¡al abordaje mis valientes!" y así el Oso Hammeken, con una sola frase, lograba que un simple ascenso por una escalerilla de metal oxidado se convirtiera en la antesala de una nueva aventura . En la cubierta de ese barco yo lo veía más alto y apuesto que nunca, como todo un corsario.
Mi papá de barcos y marineros...muy diferente al papá de los jardines, azaleas blancas y Mme. Butterfly. Ahí también me gustaba, pero en su jardín era un hombre de carne y hueso.
Muchos años después regresé por cuestiones de trabajo a Veracruz Puerto, ahí nos recibiría el encargado del Acuario para llevarnos al arrecife. Camila, Martha, Ademir, Ricardo y yo aprendimos cómo cuidar a los corales, conocimos a un grupo de jóvenes que hacían intentos desesperados por proteger el arrecife, desembarcamos en una isla color esmeralda, rodeamos un diminuto islote que los lugareños llaman Cancuncito en donde la gente apenas y cabe pero aun así encuentra la manera de divertirse, en el Acuario conocimos a un pulpo que aprendió a abrir su jaula e irse a robar la comida de sus compañeros, y al día siguiente platicamos con un grupo de mujeres que hacían velas, jabones, envasaban miel de abeja, trabajaban de sol a sol y aun así apenas sobrevivían. En esa ocasión, Veracruz ya no fue el puerto que yo recordaba, pero lo pude reconocer todavía en la Parroquia, el Hotel Emporio y en las calles que todavía caminamos sin temor; y lo conocí un poco más en la pequeña Cuba.
Hoy me pesa que a Veracruz se le mencione con dolor, porque el lugar y su gente se merecen mucho mas de lo que están viviendo a últimas fechas.
martes, 30 de junio de 2015
TETRAPACK Y EL CORAZÓN
Durante varios años fui coordinadora del equipo de escritores del programa LO QUE CALLAMOS LAS MUJERES. Un verdadero privilegio, porque no trataba con chicos que apenas aprendían el oficio, sino con profesionales con trayectorias maravillosas en el mundo de la escritura y la televisión. A pesar de que, no se por qué, yo fui elegida como coordinadora, todos y cada uno de ellos fue mi maestro. De todos aprendí mucho más de lo que jamás soñé en mis años de universidad; pero lo que mas me gustaba de mi trabajo era que con cada libreto los iba conociendo poco a poco, porque creo que todos seguíamos el principio de que si no echabas un poco de tu alma en cada libreto, no valía la pena escribirlo, y así era. Todos echábamos el alma y corazón en cada caso que nos llegaba. Llegué a conocer tanto su estilo y su manera de pensar, que ya me era fácil asignarles temas cuando las instituciones nos pedían ayuda para difundir su labor. Ya sabía que a Lupita se le daban bien los temas de niños, a Martha los que requerían un análisis psicológico más profundo, a Carlos los temas de "la calle", a Alejandra, las enfermedades extrañas, como aquel libreto que hizo de un hombre que tenía compulsión por automutilarse...¡en fin!.
Grandes maestros y grandes aprendizajes. Lo dicho, fue un privilegio trabajar con todos ellos.
Como parte del proyecto estaban los temidos "libretos de cliente", y digo temidos porque casi siempre eran un reto para los escritores: había que armar una historia, promover la bondades del producto y además plantear escenas con presencia del mismo sin que se viera forzada. ¡Nunca fue cosa fácil! en ocasiones teníamos clientes cuyos productos "sí daban" para una hora, como un medicamento para prevenir la osteoporosis en las mujeres por ejemplo, pero había otros como los que hicimos para la avena Quaker que resultaban un poco complicados ¿Cómo hacer una historia conmovedora, estrujante, interesante y atractiva, a partir de un desayuno con avena Quaker? pero se lograba, y los clientes quedaban satisfechos y por lo general nos pedían más programas porque la promoción a su producto resultaba ser todo un éxito. Quaker pidió más programas y con un suspiro los escritores emprendíamos la difícil tarea de buscar otra historia en la que los personajes arrancaran lágrimas, conmovieran los corazones de los televidentes ¡y! desayunaran avena.
Uno de los mayores retos fue hacer un libreto para Tetrapack y se lo asigné a Itzia. Su slogan era "proteger lo bueno" y la escritora hizo una historia maravillosa al rededor de esto. Sobra decir que el cliente quedó encantado con el libreto y con la historia: trataba de una madre que hacía todo lo posible por proteger lo bueno que tenía en su vida, su familia, y al protegerla se protegía ella misma. Una historia realísima (que esa era condición del programa, por lo menos en mis épocas) que sucedía a miles de mujeres en este país.
Hoy me vino a la mente este relato y como todo, empiezo a hilvanar recuerdos de momentos y sensaciones, es decir, los vuelvo a traer al corazón, según una definición que alguien compartió en Facebook y los vivo de una manera nítida y contundente.
Cuando era adolescente tenía una especie de himno, que, según yo, me definía. Que así era yo. La canción de Simon and Garfunkel, "I am a rock, I am an island" y cada vez que alguien rompía mi corazoncito la escuchaba una y otra vez con el deseo de creer que en realidad era una roca y que, como dice la canción una roca no siente dolor. Pero la verdad de las cosas es que el corazón se me rompía seguido y ¡claro! se me rompía con frecuencia porque lo entregaba una y otra vez. Nunca supe, ni se entregarme a una relación a medias, sin entregar el corazón...sin enamorarme un poco del otro y por enamoramiento no hablo en un sentido romántico, sino hacia los amigos, hacia los hijos, marido, padres, hermanos, en resumen a todas las relaciones que uno hace a lo largo de la vida. Si uno no se enamora del otro, de su forma de ser, de sus gustos, de sus pasiones, de sus ratos de mal humor, de sus logros, de sus fracasos, de sus tropiezos y desengaños, de sus victorias y alegrías, entonces no hay relación, creo yo. Así es que yo nunca fui una roca ni mucho menos una isla. Y el corazón se me ha lastimado muchas veces, a veces se ha resquebrajado, a veces sólo se ha astillado, y a veces se ha roto por completo. Pero por otro lado hoy tengo una familia que me quiere, amigos que me buscan y dos perros que me siguen.
En ocasiones quisiera ser una roca, pero no lo soy, y hoy decido proteger mi corazón que es algo bueno que siempre he tenido. ¡Exacto! hoy decido proteger lo bueno como el lema de Tetrapack. Y hoy espero que los que tienen un cachito de mi corazón lo protejan, porque lo que les he entregado a todos mis amigos y familiares es lo que soy, lo que me da el nombre y lo que me recuerda una y otra vez que nunca he sido ni una roca, ni una isla. Y sobre todo, que no quiero serlo, porque seguiré entregando el corazón de la única manera que se...y sí, hoy decido correr el riesgo.
Porque no soy una roca ni tampoco una isla.
Grandes maestros y grandes aprendizajes. Lo dicho, fue un privilegio trabajar con todos ellos.
Como parte del proyecto estaban los temidos "libretos de cliente", y digo temidos porque casi siempre eran un reto para los escritores: había que armar una historia, promover la bondades del producto y además plantear escenas con presencia del mismo sin que se viera forzada. ¡Nunca fue cosa fácil! en ocasiones teníamos clientes cuyos productos "sí daban" para una hora, como un medicamento para prevenir la osteoporosis en las mujeres por ejemplo, pero había otros como los que hicimos para la avena Quaker que resultaban un poco complicados ¿Cómo hacer una historia conmovedora, estrujante, interesante y atractiva, a partir de un desayuno con avena Quaker? pero se lograba, y los clientes quedaban satisfechos y por lo general nos pedían más programas porque la promoción a su producto resultaba ser todo un éxito. Quaker pidió más programas y con un suspiro los escritores emprendíamos la difícil tarea de buscar otra historia en la que los personajes arrancaran lágrimas, conmovieran los corazones de los televidentes ¡y! desayunaran avena.
Uno de los mayores retos fue hacer un libreto para Tetrapack y se lo asigné a Itzia. Su slogan era "proteger lo bueno" y la escritora hizo una historia maravillosa al rededor de esto. Sobra decir que el cliente quedó encantado con el libreto y con la historia: trataba de una madre que hacía todo lo posible por proteger lo bueno que tenía en su vida, su familia, y al protegerla se protegía ella misma. Una historia realísima (que esa era condición del programa, por lo menos en mis épocas) que sucedía a miles de mujeres en este país.
Hoy me vino a la mente este relato y como todo, empiezo a hilvanar recuerdos de momentos y sensaciones, es decir, los vuelvo a traer al corazón, según una definición que alguien compartió en Facebook y los vivo de una manera nítida y contundente.
Cuando era adolescente tenía una especie de himno, que, según yo, me definía. Que así era yo. La canción de Simon and Garfunkel, "I am a rock, I am an island" y cada vez que alguien rompía mi corazoncito la escuchaba una y otra vez con el deseo de creer que en realidad era una roca y que, como dice la canción una roca no siente dolor. Pero la verdad de las cosas es que el corazón se me rompía seguido y ¡claro! se me rompía con frecuencia porque lo entregaba una y otra vez. Nunca supe, ni se entregarme a una relación a medias, sin entregar el corazón...sin enamorarme un poco del otro y por enamoramiento no hablo en un sentido romántico, sino hacia los amigos, hacia los hijos, marido, padres, hermanos, en resumen a todas las relaciones que uno hace a lo largo de la vida. Si uno no se enamora del otro, de su forma de ser, de sus gustos, de sus pasiones, de sus ratos de mal humor, de sus logros, de sus fracasos, de sus tropiezos y desengaños, de sus victorias y alegrías, entonces no hay relación, creo yo. Así es que yo nunca fui una roca ni mucho menos una isla. Y el corazón se me ha lastimado muchas veces, a veces se ha resquebrajado, a veces sólo se ha astillado, y a veces se ha roto por completo. Pero por otro lado hoy tengo una familia que me quiere, amigos que me buscan y dos perros que me siguen.
En ocasiones quisiera ser una roca, pero no lo soy, y hoy decido proteger mi corazón que es algo bueno que siempre he tenido. ¡Exacto! hoy decido proteger lo bueno como el lema de Tetrapack. Y hoy espero que los que tienen un cachito de mi corazón lo protejan, porque lo que les he entregado a todos mis amigos y familiares es lo que soy, lo que me da el nombre y lo que me recuerda una y otra vez que nunca he sido ni una roca, ni una isla. Y sobre todo, que no quiero serlo, porque seguiré entregando el corazón de la única manera que se...y sí, hoy decido correr el riesgo.
domingo, 14 de junio de 2015
LOS CAJONES DEL CORAZÓN
LOS CAJONES
DEL CORAZÓN.
Hay días en
los que parece que el corazón va a explotar, de todo lo que se siente, de todo
lo que hay dentro y que no se ha podido guardar. A veces pienso que el corazón
es como un gran armario lleno de cajones: un cajón por sentimiento. En un mundo
ideal, los cojones estarían perfectamente cerrados y se podría decidir qué
cajón abrir, si el de los recuerdos, el de la inspiración, el del enojo puro y
simple, el de la dicha, el del odio y así hasta el infinito con los
sentimientos.
Habrá
cajones que se querrá dejar abiertos todo el tiempo, como el del amor profundo y comprometido, sin llave, para que lo que hay
ahí guardado se impregne de todas las cosas que suceden en esos días de rutina
en los que las horas pasan suaves y sin sobresaltos, que se llenen de los
sonidos propios de un hogar…de los perros ladrando, los hijos y su música…la
olla en donde se cuecen los frijoles y de los pájaros que han llegado a comer
al jardín.
El de los
recuerdos es complejo. Este cajón, me imagino, tendrá muchos compartimentos en
donde se puede guardar de pronto un poema, una flor, un cordón azul, una
canción o una cajita de madera; cosa que se quedan como recuerdos fugaces de
momentos encantados, pero que a veces
deciden salir en tropel nada más abrir un poco. Cuando decides recordar, es
cosa de abrir lentamente el cajón, ponerlo en las piernas, sacar objeto por
objeto e ir sintiendo con las yemas de los dedos… cierras los ojos y tratas
de revivir los olores, los roces de la piel, los colores que había en el cielo
ese día; tratas de escuchar las voces y sentir las miradas, en pocas palabras,
intentas que el recuerdo sea tan claro como el momento mismo. Es conveniente, después de un rato, volver a
colocar el cajón en su lugar para cerrarlo suavemente y si la vida te ha sido
amable, hacerlo con una sonrisa dibujada en el rostro. El cajón de los
recuerdos debe permanecer cerrado, nunca con llave. Pero sí cerrado. Y más en
esos días en lo que la mente te lleva lejos de tu presente. Los recuerdos nos
hablan de una vida que ya pasó y que no hay posibilidad de modificar: ¡lo que
pasó pasó y ya está! y si eres una
persona sensata, tendrás la convicción
de que las cosas sucedieron por algo y los utilizarás para enriquecer de alguna
manera tu presente.
Lo malo es
que la sensatez es una virtud que no siempre se tiene. Y…ojalá el recordar siempre fuera un acto de
voluntad. A veces los recuerdos llegan, en los momentos más inesperados y te
desordenan todos los demás cajones.
Supongo que
hay cajones que son más sencillos de abrir y cerrar como el de la amistad. Ahí
lo único que hay que hacer es mantenerlo bien nivelado para que no se atore y
nunca sea tan complicado de abrir que llegue el momento en el que ya no quieras
hacerlo. Y lo maravilloso de este cajón
es que, por más que creas que ya tiene lo necesario, la vida te enseña que siempre hay un hueco
para algo más. Siempre cabe una amistad más.
Lo ideal
sería que el armario estuviera siempre ordenado, con los cajones perfectamente
cerrados y si no cerrados, por lo menos en orden. Pero mi armario rara vez lo
está y hoy, sin lugar a dudas, mi mamá me hubiera obligado a ordenarlo.
domingo, 24 de mayo de 2015
EL TAPIZ DEL APOCALIPSIS.
Cuando
tenía 17 años viví un año en Angers, Francia, una pequeña ciudad en el Valle de
La Loira. Un lugar encantador, con varias universidades, por lo que el ambiente
era relajado y dinámico, creativo y exigente. Adaptarme a ese ritmo fue todo un
reto para mí, nunca había estado tan lejos de casa y sobre todo, nunca había
estado completamente sola. Siempre fui una hija sobreprotegida y de pronto Tita
decide mandarme (porque ella lo decidió, como solía ser todo en mi casa) a un
lugar remoto, del otro lado del Atlántico en una época en la que las
comunicaciones no eran inmediatas, así es que me mandaba al otro lado del mundo
literalmente. Debía pasar unos días en Londres, con una amiga de la familia,
Fiona, y de ahí embarcarme en Dover hacia el lugar que sería mi hogar por todo
un año. Mi estancia en Londres fue perfecta, pero de ahí surgieron ciertos
contratiempos: iba a un país del que no hablaba el idioma, ni siquiera sabía
que en París había varias estaciones de tren, nunca consideré que llevaba una
maleta (sin rueditas) que contenía todo lo que utilizaría ese año y por lo
mismo era imposible de cargar, y que no sabía siquiera el nombre de la ciudad a
la que iba, la llevaba apuntada en un papelito que acabó arrugado y deslavado
de tanto mostrarlo a extraños. “Ma voiture est rapide et comfortable” es lo que
sabía decir en francés después de un curso en la Alianza Francesa, pero de poco (o nada) me sirvió tan valioso
conocimiento, jamás pude incluir la frase en conversación alguna, ni siquiera cuando
mi francés fue más fluido; en mi mundo de estudiante nadie tenía coche y yo ni
siquiera sabía manejar así es que comentar que mi coche era rápido y cómodo estaba fuera de todo
contexto. Pero llegué a Angers, me
acomodé en casa de una familia que no me ponía atención pero me dejaban bañar a
diario lo cual resultó un arreglo perfecto, al final del día no me importó que
cerraran el refrigerador con candado o que mantuvieran el teléfono bajo llave. Un
gran logro para una casi niña que nunca había viajado sola.
Y
ahí estaba yo…próxima a cumplir 18 años. Recuerdo que ese 16 de Octubre llamé a
casa, porque también era el cumpleaños de mi papá. Hablé con él entre lágrimas
porque siempre supe lo mucho que le dolía al “Oso” Hammeken tenerme lejos, y
después contestó mi madre y me dijo “feliz cumpleaños hija y de una vez feliz
Navidad y Año Nuevo porque no hablaremos más. Las llamadas son muy caras” En
ese momento comprendí lo lejos que estaba de mi hogar. Pero no me sentía sola,
había encontrado ya a amigos que serían mis hermanos por todo ese año. Joke,
Joe, Joel y yo. Un cuarteto inseparable. Otro gran logro para una niña tímida e
introvertida.
Por
años he tratado de explicarme lo que sucedió en ese año y siempre llego a la
misma conclusión: las emociones, sentimientos y experiencias vividas fueron
como explosiones de fuegos artificiales dentro del corazón. Reí como nunca
antes había reído, lloré como nunca antes había llorado y amé como nunca antes
había amado, desde mi soledad, mi recién experimentada libertad y desde la
mente de una niña que ya aprendía a ser mujer.
Uno
de los recuerdos que tengo más vívidos fue esa primera visita al Castillo y
recorrer la enrome sala con los tapices del Apocalipsis de San Juan cubriendo
sus muros. Hechos en el taller del tejedor Nicolas Bataille por encargo del
duque Luis I de Anjou. El más importante conjunto de tapices medievales del
mundo. Y ahí estaba yo, observándolos fijamente hasta que parecía que las
figuras se movían, imaginándome cómo es que se podían narrar historias
completas con hilos de lana hermosamente entramados. El anverso y el reverso
idénticos, lo cual, según entendí, demostraba la increíble destreza del
tejedor. Me impresionaba ver cómo se mezclaban los azules y los amarillos, los
rojos y verdes, y cómo estos hilos de colores narraban y lograban transmitir
emociones. Me quedaba horas en medio de esa enorme sala viendo los tapices,
imaginando e inevitablemente pensando en mi vida.
Pensaba…
Que
yo siempre fui parte del bordado perfecto de mi madre, la hija de dieces, que
nunca le dio problemas. Las manos de mi madre hilvanaban, cosían, tejían y
bordaban. Bordados de punto de cruz que resultaban en figuras precisas y
perfectas; pequeños tapices que luego enmarcaba y colgaba con orgullo en las paredes
de la casa y que aún conservo porque me recuerdan que mi madre siempre creaba
sus propios tapices y bordaba a la perfección su vida y la de los demás. Me
enseñan lo que mi madre fue y de dónde vengo yo.
Pensaba…
Que
aquellas personas que son capaces de hacer su propio tapiz son muy afortunadas,
porque ya sea que lo echen a perder o les quede perfecto, es suyo, de nadie más. Ahí, en medio de ese
gran salón comprendí que había pasado mis años tratando de bordar los diseños de otros y en especial los de mi
mamá, pero por supuesto nunca estaban
bien, nunca tenían los colores adecuados, las puntadas a veces salían torcidas y los
hilvanes siempre eran irregulares, lo cual me produjo una tremenda inseguridad
ante la vida…inseguridad que no he logrado dejar atrás a pesar de que ya han
pasado no sé cuántos años. Inseguridad que afecta a mis relaciones porque
frecuentemente me convierte en una mujer dependiente, necesitada y demandante.
Un verdadero monstruo que me asusta cuando lo encuentro en el espejo.
Y
pienso...
Que
aun ahora hay días en los que no sé cómo iniciar mi propio tapiz. “A estas
alturas del partido” todavía no se cuál es la figura que debo empezar a
plasmar. Mi mamá lo tenía claro y por eso sus manos siempre corrían veloces por
la tela. Porque a Tita no se le cuestionaba, ella bordaba su vida, la de mi
papa, la de mis hermanos y la mía, con sus propios hilos de colores. Sin
posibilidad de réplica. Sin diálogo.
Y
pienso…
Que
los hijos te van dando un sentido de pertenencia a este planeta y finalmente
con su sola estancia en este mundo logran que los tapices que uno hace queden
colgados en las paredes del hogar familiar; en la manera como los educas vas bordando un
complejo tapiz que da sentido a tu vida y si tramas tus hilos correctamente, da
sentido a la vida de tus hijos.
Un
tapiz que no puedes simplemente deshilar y empezar de nuevo porque ya hay
puntadas que están perfectamente cosidas y ya son parte de un todo.
Y
ahí vas, conservando los puntos de un
pasado que para bien o para mal ahí está, un presente que a veces se trama
sobre la marcha, y combinando los hilos de colores para dar un sentido al futuro.
Y así es como pasas tus días, tratando de que no se te vayan los puntos, de que
no queden torcidos o demasiado apretados. De que el tapiz que vas haciendo
tenga algún sentido.
Tapices…hilos
que al entramarse narran historias…me pregunto si fue en alguna de esas visitas
en las que comprendí que mis hilos serían las palabras y mi tela los cuadernos.
Si fue ahí en ese enorme salón lleno de tapices en lo que comprendí que entramando
palabras sería la manera de comunicarme con el mundo.
jueves, 7 de mayo de 2015
EN EL TRÁFICO HOY.
Esto de quedarse atrapada en el tráfico a veces no es tan malo, el día de hoy me sucedió y he aquí lo que pensé:
1. El jazz es la mejor música para sobrellevarlo.
2. Durante un par de horas, estuvo junto a mí una camioneta llena de cajas de frutas y verduras, así es que pensé que si llegaba el momento en el que nos dejáramos de mover ...para siempre...yo tendría comida para sobrevivir unas cuantas semanas. Suponiendo claro está, que le cayera bien al conductor, razón por la cual le sonreí y cuando me pidió el paso, se lo dí. ¡Ya está! comida asegurada en caso de emergencia
3. Hay personas a las que les falta arrojo para manejar en esta ciudad
4. ¡Cómo hay gente que maneja mal! no se si yo entro en esa categoría...tal vez sí.
5. Tuve tiempo para pensar en temas para los quince "story lines" que tengo que hacer para el viernes (¡y apuntarlos en mi libretita!)
6. Me imaginé la historia del señor que conducía su auto último modelo junto a mí y de su joven acompañante. Jamás se me ocurrió que podría ser la hija ¡no! ¡eso nunca! por supuesto que lo imaginé en medio de un tórrido romance
7. No importa lo feo que sea el rumbo, siempre hay casas con flores en las ventanas y eso me habla de toda esa gente que se resiste a perder las esperanzas.
8. ¿Cómo quitar la propaganda de los candidatos si las pintan en las paredes o las ponen en espectaculares?
9. Pensé en lo absurdo de la declaración de Carstens de que México enfrentará turbulencia financiera pero que será para bien.
10. En que el rosita pastel definitivamente no me favorece
11. En mis hijos como lo hago a menudo y siempre que pienso en ellos el mundo entero brilla
12. Pensé en las ganas que tenía de ir al baño, pero ese pensamiento lo bloqueé de inmediato porque luego se convierte en obsesión y eso no conduce a nada bueno
13. Si fuera rica, pondría un albergue para animales maltratados y desamparados.
14. Debo ver mas a mis amigos, son parte importante de mi vida
15. Deseé que Andrea no estuviera en Argentina, Camila en Chile, Elvin en Puerto Rico, Anaís en California, Moni en Canadá, Vittoria en Phoenix, Cristy y Laura en Tijuana. ¡Los extraño tanto!
16. Deseé con toda el alma que mi familia de Tijuana viviera en el D.F para así poder abrazarlos más a menudo.
17. Pensé en mi sobrino nieto Iñigo y la alegría que trajo a nuestras vidas y por supuesto sonreí y ese breve instante fue lo más lindo de mi mañana.
18. Y por supuesto pensé en lo afortunada que soy por tener una realidad que me permite pensar en todas estas cosas.
1. El jazz es la mejor música para sobrellevarlo.
2. Durante un par de horas, estuvo junto a mí una camioneta llena de cajas de frutas y verduras, así es que pensé que si llegaba el momento en el que nos dejáramos de mover ...para siempre...yo tendría comida para sobrevivir unas cuantas semanas. Suponiendo claro está, que le cayera bien al conductor, razón por la cual le sonreí y cuando me pidió el paso, se lo dí. ¡Ya está! comida asegurada en caso de emergencia
3. Hay personas a las que les falta arrojo para manejar en esta ciudad
4. ¡Cómo hay gente que maneja mal! no se si yo entro en esa categoría...tal vez sí.
5. Tuve tiempo para pensar en temas para los quince "story lines" que tengo que hacer para el viernes (¡y apuntarlos en mi libretita!)
6. Me imaginé la historia del señor que conducía su auto último modelo junto a mí y de su joven acompañante. Jamás se me ocurrió que podría ser la hija ¡no! ¡eso nunca! por supuesto que lo imaginé en medio de un tórrido romance
7. No importa lo feo que sea el rumbo, siempre hay casas con flores en las ventanas y eso me habla de toda esa gente que se resiste a perder las esperanzas.
8. ¿Cómo quitar la propaganda de los candidatos si las pintan en las paredes o las ponen en espectaculares?
9. Pensé en lo absurdo de la declaración de Carstens de que México enfrentará turbulencia financiera pero que será para bien.
10. En que el rosita pastel definitivamente no me favorece
11. En mis hijos como lo hago a menudo y siempre que pienso en ellos el mundo entero brilla
12. Pensé en las ganas que tenía de ir al baño, pero ese pensamiento lo bloqueé de inmediato porque luego se convierte en obsesión y eso no conduce a nada bueno
13. Si fuera rica, pondría un albergue para animales maltratados y desamparados.
14. Debo ver mas a mis amigos, son parte importante de mi vida
15. Deseé que Andrea no estuviera en Argentina, Camila en Chile, Elvin en Puerto Rico, Anaís en California, Moni en Canadá, Vittoria en Phoenix, Cristy y Laura en Tijuana. ¡Los extraño tanto!
16. Deseé con toda el alma que mi familia de Tijuana viviera en el D.F para así poder abrazarlos más a menudo.
17. Pensé en mi sobrino nieto Iñigo y la alegría que trajo a nuestras vidas y por supuesto sonreí y ese breve instante fue lo más lindo de mi mañana.
18. Y por supuesto pensé en lo afortunada que soy por tener una realidad que me permite pensar en todas estas cosas.
viernes, 17 de abril de 2015
MICROSOFT Y LOS SIETE CEREBROS
El día de ayer fue crítico para mí. Todo iba conforme a la
rutina: levantarme, prepararme una taza de café y sacar a pasear a los perros.
Hasta ahí todo normal. ¡Vamos! Normal en una cabeza como la mía, en la que la
normalidad toma matices bastante curiosos, y digo curiosos por no decir
tormentosos, incongruentes y la mayoría de las veces irracionales. Algo que
estoy trabajando con mi terapeuta, y en días como ayer pienso que no he
aprovechado en mucho las sesiones. Este darle vueltas, y vueltas, y vueltas, y
vueltas, y vueltas, y vueltas a las cosas no conduce a nada bueno déjenme
decirles. Es cansado y en muchas ocasiones en ese girar vertiginoso dices cosas que no debes, malinterpretas conversaciones o escupes lo
primero que te viene a la mente sin reflexionar en el efecto que tendrán tus
palabras.
Vueltas y vueltas y vueltas.
Un amigo mío dice que las mujeres tenemos siete cerebros,
uno por cada pecado capital; otro amigo me dice que en realidad son 8 porque a
algún Papa (Gregorio Magno) se le
ocurrió quitar la vanidad (vanagloria) como pecado capital, aunque mi amigo prefirió
llamarle “moral de siete estantes”. En lo personal, prefiero tener la imagen de los 7 cerebros, me los imagino todos de diferentes colores,
encendiéndose y apagándose millones de veces en el día, algo así como una feria
de pueblo en la que todo son foquitos de colores, que se prenden y se apagan en
actividad constante, en constante
frenesí y por consiguiente en constante tormento. Todavía no estoy segura si
estos foquitos se apagan por la noche, tiendo a pensar que no, porque en muchas
ocasiones me despierto con mil ideas en la cabeza, por lo general 995 son
inútiles, pero cinco de ellas resultan mapas para llegar a soluciones que
arreglan el día.
Sin saber aun la teoría de mi amigo de los 7 cerebros (la
supe hasta la noche), después del desayuno me senté ante mi computadora
dispuesta a trabajar, la encendí y descubrí que ya no tenía el Office 365.
Entré en pánico, el programa no estaba por ningún lado. Resulta que hace unos
días renové el contrato y no se qué hice durante la instalación que lejos de
renovarlo ¡lo borré por completo!; hablé a José Manuel, mi mago/técnico,
intentamos varias soluciones pero nada funcionó, era un hecho innegable: había
eliminado el programa. Él me recomendó que hablara a Microsoft y lo hice
creyendo que no solucionaría mi problema; para mi sorpresa me atendió una
señorita desde Colombia de lo más amable, tanto, que me preguntó sobre el clima
en el Distrito Federal y me habló del clima en Bogotá, sospecho que me sintió
tan alterada que pensó que si no me calmaba cualquier instrucción de su parte
sería inútil; una vez que hablamos del clima me tranquilicé: “Si esta mujer me
habla del clima a pesar de que ya le dije que mi Office había desaparecido por
completo no puede ser tan grave” pensé. Su táctica surtió efecto, yo creo que
además de experta de Microsft, debería ser psicoterapeuta. Acto seguido me
pidió permiso para ingresar a mi computadora de manera remota, me pidió que
cerrara todas las ventanas con datos personales y que “firmara” un contrato, lo
hice, y a partir de ahí crucé los brazos y ví cómo la flechita del cursor se
movía de un lado a otro mientras ella me explicaba lo que estaba haciendo para
solucionar mi problema. ¡Fue una sensación deliciosa observar dicha flechita
moverse de arriba abajo sin que yo la accionara! El problema quedó resuelto en
menos de diez minutos, ahora ya tengo todos los íconos y mi computadora y mi
vida están en armonía de nuevo.
Y ahí es en donde empezaron a intervenir los 7 cerebros
dando vuelta, y vueltas, y vueltas y vueltas a lo sucedido. No sé si en mis
reflexiones recorrí los 7 pecados capitales como tal pero sí algunos de ellos.
He aquí lo que pensé:
1. Me resultó un poco inquietante el hecho de que me diera
tanto placer que alguien más resolviera mi problema con mi Office 365. Ver esa
flechita moverse de manera eficiente, desenmarañando todo fue relajante
2. ¿Qué tanto me gustaría que alguien solucionara mis
problemas de esa manera? No se si siempre, pero de pronto sí que se me antoja
3. ¿Qué tanto me gustaría que me arreglaran la vida cuando
mis siete cerebros de plano no se lograran poner de acuerdo? Que dicho sea de
paso, pocas veces lo hacen.
4. ¿Cómo es posible que se me ocurra todo esto a partir de
una consulta a Microsoft?
Vueltas y vueltas y vueltas y vueltas, y vueltas, y vueltas
y vueltas.
Esto de tener 7 cerebros es realmente agotador.
viernes, 10 de abril de 2015
NO BASTA CON QUERERLOS
Hoy, una amiga muy querida publico en Facebook lo emocionada que estaba porque su bebé había cumplido tres meses. Le dice lo mucho que lo quiere, lo mucho que lo esperó y lo deseado que fue. Yo le recomendé que guardara todas esas publicaciones para que cuando su hijo fuera adolescente y un buen día sintiera que nadie lo comprende y nadie lo quiere, se las mostrara. Me viene a la cabeza el lema de una Fundación con la que tuve la fortuna de tener contacto, Casa Yolia, para niñas de la calle y en situaciones familiares dificiles: "no basta con quererlas, ellas deben saber que son queridas", y sí...no basta con querer a los hijos, hay que demostrarlo.
Cuando yo era niña, tuve muy pocas muestras de afecto por parte de mis papás. Mi madre porque emocionalmente no podía hacerlo y mi padre porque mi mamá siempre lo reprimió bajo el argumento de que nos iba a echar a perder. Echar a perder ¿qué? me pregunto, ¿la seguridad que te provoca el saberte querido?. Y no critico a mis padres en particular, en esos tiempos era normal no mostrar tanto afecto, o por lo menos era lo normal en mi mundo. Era una manera de educar, en la que las muestras de afecto se traducían en debilidades por parte de los padres y siempre se tenía el temor de que los hijos se aprovecharan de ellas. "Tal vez si lo apapacho demasiado se va a volver presumido", "si lo halago demasiado se vuelve soberbio". Lo que no sabían es que los halagos de un padre hacia los hijos sólo se pueden traducir en amor, orgullo, y gozo, porque los hijos son, lo queramos o no, un reflejo de la educación y el trato que reciben en casa.
Recuerdo esas tardes en las que mi mamá cosía en la mesa del comedor, el sonido de las tijeras cortando la tela, el olor del papel de los patrones, el cuidado con el que ponía cada alfiler y sobre todo esa mirada serena y dulce que tenía en esos momentos, y siempre me pregunté por qué nunca tenía esa mirada cuando me veía a mí o a mis hermanos. Siempre fue una mirada dura y fría, seguramente porque pensaba que si nos veía con dulzura, perdía autoridad. Y así, ella colocaba los patrones encima de la tela, lo prendía con alfileres y los cortaba con precisión, y yo la observaba con mis ojos "color agua puerca" como ella decía que los tenía, y me preguntaba si Tita en verdad me quería. Pregunta tonta por supuesto, porque sé que fui una niña deseada; vine después de mi hermano Pepito, que murió al nacer, pero cuando uno es niña, esas cosas a veces no se sienten, sino que se tienen qué escuchar para que las palabras se traduzcan en verdades y las miradas en sentimientos.
Yo he tratado de revertir eso durante toda mi vida como madre. Es cierto, nunca fui demasiado dedicada, no me pasé las horas enteras jugando con mis hijos porque la mayor parte del tiempo estaba trabajando, no iba a todas las juntas en sus escuelas ni participaba como vocal como lo hacían muchas mamás, pero creo que mis hijos siempre supieron lo mucho que los quise y los quiero. Los abrazos es algo que trato de incluir decenas de veces en mis días. Y lo se, porque ahora son seres humanos maravillosos, con seguridad en ellos mismos, haciendo sus vidas y planeando su futuro y quiero pensar que yo tuve algo qué ver en eso. Mario y yo, los dos como parte de una misma generación y que intentamos enmendar errores, muchas veces sin saber cómo. Aprendemos sobre la marcha,
Es un error pensar que los padres quieren a sus hijos por "default". No es así, conozco a personas que nunca tuvieron ese instinto maternal o paternal y que sólo tuvieron a sus hijos porque eso era lo que se esperaba, porque decidir no tener hijos en mis tiempos era casi impensable, aunque por supuesto que para muchos hubiera sido la mejor de las decisiones. A los hijos se les va queriendo un poco mas con la convivencia, con el trato diario y con el vivir como familia. Cuando nació mi hijo Mauricio, el primero, me causó conflicto el hecho de que al momento del parto yo no sintiera un amor desbordado ni escuchara algo así como coros celestiales. El amor desbordado llegó cuando lo tuvimos en casa, cuando lo amamanté por primera vez, cuando nos sonrió...aprendimos a amarlo muy rápido, es cierto, pero ese amor ha ido en aumento al paso de los años como sucede también con mis otros dos hijos; y desde esos primeros momentos de conexión y en muchos otros momentos a los largo de sus vidas, me doy cuenta de que definitivamente no basta con quererlos, sino que ellos deben saber lo mucho que los deseamos y los mucho que los queremos: con acciones, con regaños, con pláticas y con miradas de aceptación y orgullo.
Cometo muchos errores, pero trato de que mis hijos vean en mi mirada "color agua puerca" lo mucho que los amo, lo orgullosa que estoy de ellos como personas y de lo orgullosa que estoy del corazón que tienen, porque los tres son buenas personas, "hombres de bien" como dicen por ahí. Y hoy puedo estar segura de que mi marido y yo hemos aportado con tres seres humanos maravillosos a este mundo tan revuelto.
De muchas cosas definitivamente no estoy segura pero sí se que mis hijos jamás tendrán la duda de si son queridos o no.
Cuando yo era niña, tuve muy pocas muestras de afecto por parte de mis papás. Mi madre porque emocionalmente no podía hacerlo y mi padre porque mi mamá siempre lo reprimió bajo el argumento de que nos iba a echar a perder. Echar a perder ¿qué? me pregunto, ¿la seguridad que te provoca el saberte querido?. Y no critico a mis padres en particular, en esos tiempos era normal no mostrar tanto afecto, o por lo menos era lo normal en mi mundo. Era una manera de educar, en la que las muestras de afecto se traducían en debilidades por parte de los padres y siempre se tenía el temor de que los hijos se aprovecharan de ellas. "Tal vez si lo apapacho demasiado se va a volver presumido", "si lo halago demasiado se vuelve soberbio". Lo que no sabían es que los halagos de un padre hacia los hijos sólo se pueden traducir en amor, orgullo, y gozo, porque los hijos son, lo queramos o no, un reflejo de la educación y el trato que reciben en casa.
Recuerdo esas tardes en las que mi mamá cosía en la mesa del comedor, el sonido de las tijeras cortando la tela, el olor del papel de los patrones, el cuidado con el que ponía cada alfiler y sobre todo esa mirada serena y dulce que tenía en esos momentos, y siempre me pregunté por qué nunca tenía esa mirada cuando me veía a mí o a mis hermanos. Siempre fue una mirada dura y fría, seguramente porque pensaba que si nos veía con dulzura, perdía autoridad. Y así, ella colocaba los patrones encima de la tela, lo prendía con alfileres y los cortaba con precisión, y yo la observaba con mis ojos "color agua puerca" como ella decía que los tenía, y me preguntaba si Tita en verdad me quería. Pregunta tonta por supuesto, porque sé que fui una niña deseada; vine después de mi hermano Pepito, que murió al nacer, pero cuando uno es niña, esas cosas a veces no se sienten, sino que se tienen qué escuchar para que las palabras se traduzcan en verdades y las miradas en sentimientos.
Yo he tratado de revertir eso durante toda mi vida como madre. Es cierto, nunca fui demasiado dedicada, no me pasé las horas enteras jugando con mis hijos porque la mayor parte del tiempo estaba trabajando, no iba a todas las juntas en sus escuelas ni participaba como vocal como lo hacían muchas mamás, pero creo que mis hijos siempre supieron lo mucho que los quise y los quiero. Los abrazos es algo que trato de incluir decenas de veces en mis días. Y lo se, porque ahora son seres humanos maravillosos, con seguridad en ellos mismos, haciendo sus vidas y planeando su futuro y quiero pensar que yo tuve algo qué ver en eso. Mario y yo, los dos como parte de una misma generación y que intentamos enmendar errores, muchas veces sin saber cómo. Aprendemos sobre la marcha,
Es un error pensar que los padres quieren a sus hijos por "default". No es así, conozco a personas que nunca tuvieron ese instinto maternal o paternal y que sólo tuvieron a sus hijos porque eso era lo que se esperaba, porque decidir no tener hijos en mis tiempos era casi impensable, aunque por supuesto que para muchos hubiera sido la mejor de las decisiones. A los hijos se les va queriendo un poco mas con la convivencia, con el trato diario y con el vivir como familia. Cuando nació mi hijo Mauricio, el primero, me causó conflicto el hecho de que al momento del parto yo no sintiera un amor desbordado ni escuchara algo así como coros celestiales. El amor desbordado llegó cuando lo tuvimos en casa, cuando lo amamanté por primera vez, cuando nos sonrió...aprendimos a amarlo muy rápido, es cierto, pero ese amor ha ido en aumento al paso de los años como sucede también con mis otros dos hijos; y desde esos primeros momentos de conexión y en muchos otros momentos a los largo de sus vidas, me doy cuenta de que definitivamente no basta con quererlos, sino que ellos deben saber lo mucho que los deseamos y los mucho que los queremos: con acciones, con regaños, con pláticas y con miradas de aceptación y orgullo.
Cometo muchos errores, pero trato de que mis hijos vean en mi mirada "color agua puerca" lo mucho que los amo, lo orgullosa que estoy de ellos como personas y de lo orgullosa que estoy del corazón que tienen, porque los tres son buenas personas, "hombres de bien" como dicen por ahí. Y hoy puedo estar segura de que mi marido y yo hemos aportado con tres seres humanos maravillosos a este mundo tan revuelto.
De muchas cosas definitivamente no estoy segura pero sí se que mis hijos jamás tendrán la duda de si son queridos o no.
domingo, 5 de abril de 2015
DETALLES
Hoy es pascua y lejos del sentido religioso, este día trae entrañables recuerdos para mi y para mis hijos. Mi mamá, invariablemente compraba una enorme dotación de huevitos de chocolate en Sanborns, con papeles de todos los colores y florecitas de azúcar encima y los escondía en el jardín en la casa de Callejón de las Cruces; mis hijos se despertaban ese día con la ilusión de ir a casa de la abuela y buscar los huevos que había dejado la coneja, buscaban y buscaban y todos acababan con una canasta llena de huevos de todos colores. Por supuesto que siempre había algunos que "la coneja" había escondido tan bien que aparecían meses después en medio de un helecho o debajo de alguna maceta. Era un día especial, la búsqueda de los huevos, la comida en casa de Tita y la tarde apacible que le sucedía. No era algo espectacular, simplemente un día cálido, hogareño y sobre todo, amoroso.
No puedo dejar de pensar en que son todos esos detalles los que construyen la vida. Mis hijos tuvieron una infancia feliz en el jardín de la abuela porque sus días siempre estuvieron llenos de detalles cuidadosamente planeados. Detalles que me decían que Tita quería a su familia más que a nada en este mundo y eso lo agradezco enormemente. Al mirar hacia atrás son esos días, como el de pascua, los que nos dieron a todos un sentido de pertenencia a una familia, a un mundo que era sólo nuestro.
Y hoy pienso, más que nunca, que la vida debe estar edificada con detalles, pequeños gestos que sin pensarlos resaltan lo que en realidad importa. Detalles cotidianos que se hacen con naturalidad, sin forzar nada, como aquellos huevitos escogidos con todo cuidado en Sanborns para alegrarles el día a los nietos.
Detalles que construyen hermosos recuerdos porque al paso del tiempo son estas pequeñas cosas las que recordamos, las que empañan los malos momentos y las que si tenemos un poco de buena voluntad, permanecen en la mente. Recordar lo bueno es un acto de elección supongo. Recordar a mi madre escondiendo los huevitos en el jardín es algo que elijo recordar. Detalles que me gritan una y otra vez que todos somos capaces de dar felicidad por más que tengamos el corazón endurecido por una vida difícil.
Al hacer un recuento de nuestras vidas, son los detalles los que recordamos con mayor claridad. Recuerdos que elegimos capturar como fotografías y enmarcar en la galería personal. Y por supuesto es decisión nuestra recordar los detalles buenos y dejar a un lado los malos, porque son los detalles los que acercan a las personas o las alejan para siempre.
Hoy es un día para reflexionar supongo...día de pascua...día de detalles...un día para resucitar recuerdos, experiencias, buenos momentos, sentimientos perdidos y transformarlos en cimiento.
No puedo dejar de pensar en que son todos esos detalles los que construyen la vida. Mis hijos tuvieron una infancia feliz en el jardín de la abuela porque sus días siempre estuvieron llenos de detalles cuidadosamente planeados. Detalles que me decían que Tita quería a su familia más que a nada en este mundo y eso lo agradezco enormemente. Al mirar hacia atrás son esos días, como el de pascua, los que nos dieron a todos un sentido de pertenencia a una familia, a un mundo que era sólo nuestro.
Y hoy pienso, más que nunca, que la vida debe estar edificada con detalles, pequeños gestos que sin pensarlos resaltan lo que en realidad importa. Detalles cotidianos que se hacen con naturalidad, sin forzar nada, como aquellos huevitos escogidos con todo cuidado en Sanborns para alegrarles el día a los nietos.
Detalles que construyen hermosos recuerdos porque al paso del tiempo son estas pequeñas cosas las que recordamos, las que empañan los malos momentos y las que si tenemos un poco de buena voluntad, permanecen en la mente. Recordar lo bueno es un acto de elección supongo. Recordar a mi madre escondiendo los huevitos en el jardín es algo que elijo recordar. Detalles que me gritan una y otra vez que todos somos capaces de dar felicidad por más que tengamos el corazón endurecido por una vida difícil.
Al hacer un recuento de nuestras vidas, son los detalles los que recordamos con mayor claridad. Recuerdos que elegimos capturar como fotografías y enmarcar en la galería personal. Y por supuesto es decisión nuestra recordar los detalles buenos y dejar a un lado los malos, porque son los detalles los que acercan a las personas o las alejan para siempre.
Hoy es un día para reflexionar supongo...día de pascua...día de detalles...un día para resucitar recuerdos, experiencias, buenos momentos, sentimientos perdidos y transformarlos en cimiento.
viernes, 27 de febrero de 2015
UNO DE ESOS DÍAS (LA VIDA SE COMPONE DE PARÉNTESIS)
Hoy es uno de esos días en lo que se siente demasiado. ¿Les ha pasado? ¿han tenido días así?
No se si lo que detonó esto fue un mensaje que recibí de mi amigo Joe en el que me informaba que su papá había muerto. Le dí mi más sentido pésame, después de un par de días le pregunté cómo estaba y su respuesta fue breve y dolorosa: "No hay muchas palabras hoy Adris, mi papá se fue"
Hoy no quería hablar sobre la muerte pero mis reflexiones me llevan hasta ahí, de manera inexorable y contundente como las palabras de mi amigo Joe.
En este día pienso que todo en esta vida es un paréntesis.
Existen paréntesis formidables como ese que fue mi infancia en casa de Moni Santiago en ese jardín plagado de árboles de ciruela, o en la alberca helada de casa de Crsiti Márquez. Paréntesis que de pronto se cierran cuando llega la adolescencia, la mente se revuelve y la vida se confunde.
El año que viví en Francia, un paréntesis que aun ahora me cuesta trabajo ubicar en el contexto de mi vida; me fui siendo una niña y regresé, no se si más madura pero sí con los sueños más claros y mis futuros más certeros; pero con los sentimientos desordenados y un corazón que entendió lo que era desbordarse de amor. Con muchas lecciones aprendidas y la mejor de todas: que soy una mujer valiente.
Unos paréntesis se cierran demasiado pronto, como mi vida junto a la de mi padre; y lo más doloroso es que no te das cuenta que se están cerrando, sientes que la vida de tus seres queridos se va apagando y te aferras a la idea de que ese paréntesis debe seguir abierto pero no sabes cómo mantenerlo así, y por más que trates, la vida dice otras cosas y elige otros caminos y no tienes más opción que cerrar el paréntesis. La muerte de los seres queridos hace eso, te deja sin palabras, cierra esos paréntesis de golpe y sólo te deja el desconcierto de vivir algo que tu definitivamente no elegiste.
No todos los paréntesis terminan con la muerte, es cierto. Unos se cierran simplemente porque creces (¿maduras? mmmm, no siempre) y tus intereses se van por otros lados, otros es mejor cerrarlos para proteger el corazón y otros tantos paréntesis los mantienes abiertos porque no te das cuenta de que es hora de cerrarlos, de dejarlos en el pasado y los arrastras a tu vida como lastres que no te dejan avanzar.
Hoy es uno de esos días en los que las palabras se agolpan en la garganta y me producen un realisimo y literal dolor físico. Cabe la posibilidad de que sólo sea gripa, pero siendo complicada de nacimiento me niego a pensar que tanto y tanto sentimiento sea el producto de un resfriado. ¡Ojalá y todo esto fluyera con un par de estornudos! ¡achú! y listo ¡a empezar el día!
No quiero sonar oportunista como aquellos que van recolectando frasecitas a lo largo del camino y las van publicando a diestra y siniestra como si fueran producto de profundas reflexiones personales (lease Pablo Coelho), pero... aun con paréntesis dolorosos me queda la convicción de que la vida (mi vida, ¡ésta vida!) vale la pena pensarla, reflexionarla, sentirla y sobre todo ¡vivirla! a cada momento y con cada paréntesis que se abre. Disfrutar o sufrir mientras están abiertos. Cerrarlos cuando es preciso o mantenerlos abiertos y gozarlos mientras duren así: abiertos en el corazón, amplios y llenos de ventanas en donde pueda correr el viento.
Hoy es uno de esos días en los que uno siente demasiado, lo supe desde el primer sorbo de café.
No se si lo que detonó esto fue un mensaje que recibí de mi amigo Joe en el que me informaba que su papá había muerto. Le dí mi más sentido pésame, después de un par de días le pregunté cómo estaba y su respuesta fue breve y dolorosa: "No hay muchas palabras hoy Adris, mi papá se fue"
Hoy no quería hablar sobre la muerte pero mis reflexiones me llevan hasta ahí, de manera inexorable y contundente como las palabras de mi amigo Joe.
En este día pienso que todo en esta vida es un paréntesis.
Existen paréntesis formidables como ese que fue mi infancia en casa de Moni Santiago en ese jardín plagado de árboles de ciruela, o en la alberca helada de casa de Crsiti Márquez. Paréntesis que de pronto se cierran cuando llega la adolescencia, la mente se revuelve y la vida se confunde.
El año que viví en Francia, un paréntesis que aun ahora me cuesta trabajo ubicar en el contexto de mi vida; me fui siendo una niña y regresé, no se si más madura pero sí con los sueños más claros y mis futuros más certeros; pero con los sentimientos desordenados y un corazón que entendió lo que era desbordarse de amor. Con muchas lecciones aprendidas y la mejor de todas: que soy una mujer valiente.
Unos paréntesis se cierran demasiado pronto, como mi vida junto a la de mi padre; y lo más doloroso es que no te das cuenta que se están cerrando, sientes que la vida de tus seres queridos se va apagando y te aferras a la idea de que ese paréntesis debe seguir abierto pero no sabes cómo mantenerlo así, y por más que trates, la vida dice otras cosas y elige otros caminos y no tienes más opción que cerrar el paréntesis. La muerte de los seres queridos hace eso, te deja sin palabras, cierra esos paréntesis de golpe y sólo te deja el desconcierto de vivir algo que tu definitivamente no elegiste.
No todos los paréntesis terminan con la muerte, es cierto. Unos se cierran simplemente porque creces (¿maduras? mmmm, no siempre) y tus intereses se van por otros lados, otros es mejor cerrarlos para proteger el corazón y otros tantos paréntesis los mantienes abiertos porque no te das cuenta de que es hora de cerrarlos, de dejarlos en el pasado y los arrastras a tu vida como lastres que no te dejan avanzar.
Hoy es uno de esos días en los que las palabras se agolpan en la garganta y me producen un realisimo y literal dolor físico. Cabe la posibilidad de que sólo sea gripa, pero siendo complicada de nacimiento me niego a pensar que tanto y tanto sentimiento sea el producto de un resfriado. ¡Ojalá y todo esto fluyera con un par de estornudos! ¡achú! y listo ¡a empezar el día!
No quiero sonar oportunista como aquellos que van recolectando frasecitas a lo largo del camino y las van publicando a diestra y siniestra como si fueran producto de profundas reflexiones personales (lease Pablo Coelho), pero... aun con paréntesis dolorosos me queda la convicción de que la vida (mi vida, ¡ésta vida!) vale la pena pensarla, reflexionarla, sentirla y sobre todo ¡vivirla! a cada momento y con cada paréntesis que se abre. Disfrutar o sufrir mientras están abiertos. Cerrarlos cuando es preciso o mantenerlos abiertos y gozarlos mientras duren así: abiertos en el corazón, amplios y llenos de ventanas en donde pueda correr el viento.
Hoy es uno de esos días en los que uno siente demasiado, lo supe desde el primer sorbo de café.
domingo, 22 de febrero de 2015
ENSAYO Y ERROR
No sé cuando
voy a aprender que en ocasiones hay que esperar a que la vida misma te
encuentre. No hay que salir en su búsqueda sino simplemente hay que sentarse a
esperar. Contigo lo vivía día a día papá, pero son de esas lecciones que uno nada más no
aprende por más que se repasen y repasen en la cabeza. Tu sabías esperar y
esperando disfrutabas cada momento de la vida.
A pesar de que
mi mamá te apuraba a salir al encuentro de los días tu de vez en cuando,
decidías sentarte en tu jardín a sentir, a palpar y a esperar y curiosamente la
vida te traía cosas buenas, pero yo soy de las que trato de encontrar a
la vida de golpe y quiero que todo me suceda aquí y ahora y no me siento a esperar a que la vida me encuentre de una manera tranquila y pausada.
¿Te acuerdas cuando
escalábamos el cerro en Tepoztlán? ¿Cuando me esperabas porque yo no podía
seguirte el paso? Te detenías, me veías, sonreías y emprendías la marcha de nuevo.
Yo te seguía siempre, era fácil verte entre la maleza porque eras alto como los
árboles de guayabas y ancho como los de ciruela.
Recorríamos el
mismo camino, pero siempre tuve la angustia de que me pasara lo que a
Marito un amigo de mi primo Carlos, que se cayó al acantilado en una tarde lluviosa en la subían a la cima de esa misma montaña. Él se desvió porque sabía un buen atajo y quería llegar antes que todos; pero ese día no
llegó a la cima, ni antes ni después. De hecho ya no llegó antes o después a
ningún lado en su vida porque se partió el cráneo a la mitad y quedó con una grave discapacidad mental. Dicen que fuiste tu papá el que se quedó junto a él esperando a que llegara la ayuda.
No conocí a Marito, o
tal vez lo logré ver ahí tirado en el fondo del barranco en una que otra pesadilla, pero oí su historia en mil versiones dependiendo del integrante de la familia que la contara y cada vez que la
escuchaba pensaba que a veces no es bueno tomar atajos; es
mejor recorrer el camino con todos los recovecos y desviaciones. Los atajos
pueden salir contraproducentes como nos lo enseñó Marito.
Así, con el
constante temor de que me pasara lo que a él, trataba de seguir tu paso .
“Papi ¿en dónde
estás?”
“¡Uau Tutui!” me contestabas
“Creí que ya
te me habías perdido, no camines tan rápido”
“Tú nunca te
me vas a perder lombriz ¡nunca!”
Me aferraba a
tu mano, y así esperaba a que el atardecer llegara, a que el olor a anís
perfumara el campo y a que las estrellas cuajaran el cielo; y en esos momentos
sabía con certeza que no había caso en apresurar las cosas, porque todo sucedía cuando debía suceder. Y
si no pasaba nada, ¡ya vendría el día siguiente!.
Pero las
lecciones a veces se olvidan papá, uno
pierde el rumbo en la montaña y trata de tomar atajos. Se me pierde tu voz y me doy cuenta de que la vida
no siempre viene con un mapa sino que hay que ir trazándolo sobre la marcha. Ensayo y
error…ensayo y error…ensayo y error…hasta que de nuevo escucho el eco de tu voz
y por fin siento que voy en el camino correcto; y en esos breves momentos de lucidez sé que todo tiene su
propio ritmo y no sirve de nada tomar atajos.
Nadie llega
antes a donde debe llegar.
Ni antes ni
después...
sábado, 7 de febrero de 2015
EL PATITO FEO Y LA CASA DE MIXCOAC
Cuando
nació mi padre y su abuela lo vio dijo “eso no puede ser hijo de Colombita”. Yo
no sé si un bebé de tan sólo unas horas de nacido esté preparado para digerir
un comentario tan extremadamente cruel, y tampoco sé si esto marque a un ser
humano de por vida, pero conociendo a mi padre lo dudo. Tal vez el comentario
le entró por un diminuto oído y le salió rápidamente por el otro, porque
siempre fue la persona más alegre y llena de optimismo que he conocido en mi
vida. Y después me enteré que en realidad era difícil que se creyera que él era
hijo de Colombita porque mi abuela era la persona más amargada y adusta que ha
pisado la faz de la tierra.
Yo
no tuve la fortuna de conocerla, pero mi madre no tenía más que palabras de
amargura acerca de su convivencia con Colombita. Se encargó de hacerle la vida
imposible al grado de no cruzar con ella más que monosílabos. ¿La razón? Mi abuela materna, Calela, estaba casada con un
señor divorciado y eso no era permitido en la sociedad de esa época. Ninguna
mujer decente se casa con un hombre que ha sido excomulgado por la iglesia.
Como si mi mamá tuviera la culpa de ello...como si mi abuela hubiera tenido la
culpa de enamorarse del hombre equivocado.
Supongo
que fue una vida dura para mi madre, pero no más que la que tuvo cuando era
pequeña; aunque el inmenso amor que le tuvo a mi padre la liberó de por vida a tal grado que Tita no necesitó nada más, en ocasiones llegué a pensar que sus hijos la
estorbábamos un poco porque en realidad su universo era Chucho, su puerto, su
ancla y su hogar. Su sur y su norte, sus
viajes por el cuerpo y por el alma. Chucho era su vida y mis hermanos y yo llegamos como intrusos a ese amor tan completo. Tal vez...
Y
por ese amor logró sobrellevar esos días terribles en la casona de sus suegros,
sólo hasta que mi padre pudiera construir una casa propia en un pedazo de
terreno que le regalara “papapa”.
Era
una casa fea la de Mixcoac, a un costado de la casa de Colombita, pero no se
qué tenía que siempre llegaba la luz a anidar ahí cada verano...y siempre
llegaban los amigos a reposar el alma en cualquiera de sus recovecos. Ahí vivía algo así como el reflejo
de todas las estrellas en las noches de Abril, en cada habitación se podía sentir a la Osa Mayor y la Osa Menor y en la recámara de mis padres se
sentía enterito el cinturón de Orión; era una casa con paredes de risas y
sombras de gladiolas prensadas en cada rincón. Era la casa de mis padres y de tres colados llamados Mario, Gina y Adriana.
Esa casa era el centro de todo: de cosas malas, como cuando llegó mi abuela materna a
vivir ahí cargando todo su dolor. Era
tan amargada Calela que ni siquiera captaba las bromas que le hacía mi papá.
Recuerdo un día cuando veíamos la televisión en la biblioteca, el perro se
aventó un tremendo pedo que apestó toda la habitación. Mi padre puso su sonrisa pícara y le dijo a mi abuela
“-Oiga
Doña, ¿pues qué comió?”-
Todos
soltamos la carcajada porque sabíamos que Calela era incapaz de hacer algo
fuera de lugar. Ella sólo se levantó, y no le habló a mi padre por semanas enteras.
Y... de cosas buenas como aquellas comidas que organizaban mi papás con sus amigos de toda la vida, los Márquez, Los Santiago y Los Rosado y los amigos en turno que siempre eran bienvenidos. Recuerdo en particular a los integrantes del Tamba Trío, un grupo de músicos brasileños que hicieron de casa de los Santiago y de casa de mis papás sus hogares mexicanos. Estoy segura que en esas tardes empezó mi amor por el bossa nova; de inmediato me enamoré de su sensualidad y cadencia.
En
medio de todo ese mundo estaba Chucho que con su gran presencia lo alumbraba todo. Ese patito feo que fuera hijo de Colombita, era ahora el centro de nuestras
vidas, como un pilar que lo soportaba todo. Siempre fue nuestra columna
vertebral, nuestro puerto de llegada. Chuchin el de la sonrisa de cielo. El
que nos aguantó a todos en la palma de sus manos y que se fue demasiado
pronto de nuestras vidas. Mi patito feo, el que definitivamente no debía ser
hijo de Colombita.
Eleuterio
Mario, que se fue sin que yo le dijera demasiadas cosas.
miércoles, 28 de enero de 2015
UNA GRAN PÉRDIDA
Y así, producto del ocio y hurgando en mi computadora, me encontré este texto que escribí hace muchos años, sin embargo, hay días en que siguen vigentes los sentimientos...hay días como hoy en los que la nostalgia se hace presente y me toma por completo:
"Fue
una llamada a las tres de la madrugada, la que sin saberlo cambiaría por
completo mi vida. Mi padre moría de cáncer y me hablaban para que me fuera a
despedir de él. Yo tenía preparado un traje sastre negro...de hecho, lo había
mandado a la tintorería unos días antes. Me sorprendió la frialdad con la que
calculé hasta este pequeño detalle pero así lo hice, y lo hecho hecho está. En
el camino a casa de mis padres se apagaron todas las luces de la avenida, y en
ese momento supe que ya no llegaría a despedirme. Es uno de esos momentos
siniestros que a veces te reserva la vida sin quererlo.
Llegué, y en efecto el había muerto y la azalea que
floreó durante varias semanas se había secado, así pasó...en sólo un
instante... me pregunto si las plantas sienten tanto como uno...me pregunto si
sufren hasta el punto de creer que estan enloqueciendo y que el corazón ya no
está disponible para sentir mas dolor.
Supimos
que mi padre iba a morir cuando nos lo dijeron los doctores al momento de la
operación, claro, pero aun así nos aferramos a la idea de que siempre ocurren
milagros. De que fulanita que estaba invadida de cáncer tomó un te de piel de
víbora y se curó...y a perenganito que tenía cáncer en el hígado se aventó junto
con los voladores de Papantla y se curó milagrosamente. Pero supimos, en
realidad supimos que se iba a morir,
cuando unos días antes nos contó que había soñado a mi tía Cristina,
vestida de blanco que le decía, “vente Chuchito, que aquí ya estamos bien” Mi
tía Cristy, su amiga del alma...su alma gemela que también murió de cáncer meses antes.
Yo
no sé qué tanto se llevan los muertos cuando se van...pero es mucho y lo peor
de todo, es que no te enteras de un
jalón de todo lo que se llevan, sino que lo vas sabiendo poco a poco, a cada
día de tu vida...y en cada nueva experiencia que dejas de compartir. Yo no sé
si existan los fantasmas o no. Pero desde ese día he pensado que lo que diera
por que se me apareciera mi papá y me dijera cómo hablar con mis hijos.
Mi padre era un experto en crear momentos fantásticos...y
esos momentos ahora son los recuerdos que me hacen seguir adelante y sonreír y
por supuesto decirles a mis hijos que una vez hubo un mundo que no era de
asfalto"
viernes, 23 de enero de 2015
EL LIBRO DE RECORTES DE MI MADRE
A lo largo de la vida me he dado cuenta que los sueños de las mujeres son muy distintos a los de los hombres. No son mejores ni peores, sólo son diferentes. Supongo que lo ideal es que cuando decides compartir la vida con alguien, esos sueños tan diferentes se unan y construyan nuevos sueños combinados por decirlo de alguna manera. Sueños que la mayoría de las veces confluyen en el hogar que se forma, en los hijos que se procrean y hasta en el perro que se adopta. Pero muchas veces son estos mismos sueños los que llegan a separar a las parejas porque no se dió la mezcla perfecta; a veces los sueños de un hombre y una mujer van por separado aunque se comparta el mismo techo, hasta que llega un momento en el que cada quien sueña por su lado y acaban por convertir a las personas en entes diferentes. A veces los sueños separan, en ocasiones unen de tal manera que se es capaz de sortear cualquier obstáculo.
Yo entendí de sueños cuando apenas era una niña. Nosotros vivíamos en la calle de Sarto en Mixcoac. Nunca fue una zona bonita pero ahí vivieron mis abuelos paternos y ahí le regalaron una porción de su terreno a cada uno de sus hijos. Mi mamá aunque fue feliz ahí, siempre soñó con irse a un mejor vecindario. Y aquí viene el por qué de esta entrada: aun antes de saber que podíamos mudarnos, ella compró un cuaderno de dibujo, de esos que tenían una hoja de "papel calca" entre página y página, y ahí iba pegando imágenes que sacaba de revistas de decoración. Ordenada como era ella, lo tenía catalogado con diferentes pestañitas de colores: recámaras, sala, baños, chimeneas, etc. recortaba y pegaba poco a poco los elementos que ella quería integrar en la casa de sus sueños. En ese momento yo no le daba valor a ese libro de recortes pero ahora que lo veo con una mirada adulta y más o menos madura, me doy cuenta del valor incalculable que tuvo en mi vida ese cuaderno; entre otras cosas me pude dar cuenta de que las realidades empiezan por un pequeño sueño que va creciendo poco a poco. Con ese cuaderno aprendí que los sueños tal vez no se realicen, pero importa ¡y mucho! el proceso de soñar. Muchas tardes mi mamá se sentaba en la mesa del comedor a pasar y repasar esas revistas, recortaba con paciencia todo lo que le iba gustando y lo pegaba en la hoja blanca, lentamente, con cuidado, como queriendo tomar fotografías mentales de todos esos rincones. Un sueño de mujer, de esos que construyen futuros, ladrillo por ladrillo. Sueños tercos que se rehúsan a quedar en el olvido. Por la forma de ser de mi papá tal vez nos hubiéramos quedado en Sarto toda la vida, y espero que esto no se malentienda, no era un hombre mediocre o conformista, simplemente tenía la capacidad de ser feliz con lo que poseía, siempre y cuando tuviera a mi mamá a su lado; por eso cuando Tita empezó con este sueño él la siguió y lo compartió más por quedarse al lado de la mujer que amaba que por el sueño mismo.
Así compraron el terreno de Callejón de las Cruces en San Jerónimo, un lugar hermoso rodeado de árboles de tejocotes y peras. El joven arquitecto al que se le contrató para hacer la casa poco pudo decidir porque mi mamá ya tenía ese libro de recortes y sabía perfectamente bien cómo es que quería cada metro cuadrado. Todavía recuerdo la ceremonia en la que se puso la primera piedra, fue algo emotivo y profundo. se estaba construyendo más que una casa, el sueño de mi madre y por ese motivo, resultó ser una casa bellísima, "Como de revista".
Ese cuaderno de recortes me mostró la importancia de los sueños y de todo su proceso, desde que se conciben, se viven y finalmente se logran cristalizar. Y sobre todo me mostró la importancia de tener sueños personales y sueños compartidos con tu pareja y tus hijos. Ideas que se convierten en sueños y sueños que se convierten en proyectos de vida.
A veces olvido el cuaderno de recortes de mi madre y pierdo de vista la importancia de los sueños. Entonces me sumo en una profunda desesperación. Eso me sucedió cuando perdí el trabajo que había tenido por 13 años. Creí perder muchos sueños; con el tiempo y después de un doloroso proceso de duelo me di cuenta de que estaba colocando mis sueños en un lugar que no debía, fuera del cuaderno de recortes de mi vida. Estaba tomando imágenes de revistas que nada tenía que ver conmigo y las estaba pegando en un cuaderno que no representaba mis anhelos. Estoy en proceso de hacer mi propio cuaderno de recortes y a veces no me queda claro qué es lo que debo pegar entre sus páginas, pero en ocasiones las imágenes se agolpan en mi corazón claras y contundentes y me queda claro cuál es la imagen que debo pegar. Y entonces, en estos momentos de claridad hago un pausa y agradezco al Universo el haber tenido como madre a una mujer que soñó una casa perfecta.
Yo entendí de sueños cuando apenas era una niña. Nosotros vivíamos en la calle de Sarto en Mixcoac. Nunca fue una zona bonita pero ahí vivieron mis abuelos paternos y ahí le regalaron una porción de su terreno a cada uno de sus hijos. Mi mamá aunque fue feliz ahí, siempre soñó con irse a un mejor vecindario. Y aquí viene el por qué de esta entrada: aun antes de saber que podíamos mudarnos, ella compró un cuaderno de dibujo, de esos que tenían una hoja de "papel calca" entre página y página, y ahí iba pegando imágenes que sacaba de revistas de decoración. Ordenada como era ella, lo tenía catalogado con diferentes pestañitas de colores: recámaras, sala, baños, chimeneas, etc. recortaba y pegaba poco a poco los elementos que ella quería integrar en la casa de sus sueños. En ese momento yo no le daba valor a ese libro de recortes pero ahora que lo veo con una mirada adulta y más o menos madura, me doy cuenta del valor incalculable que tuvo en mi vida ese cuaderno; entre otras cosas me pude dar cuenta de que las realidades empiezan por un pequeño sueño que va creciendo poco a poco. Con ese cuaderno aprendí que los sueños tal vez no se realicen, pero importa ¡y mucho! el proceso de soñar. Muchas tardes mi mamá se sentaba en la mesa del comedor a pasar y repasar esas revistas, recortaba con paciencia todo lo que le iba gustando y lo pegaba en la hoja blanca, lentamente, con cuidado, como queriendo tomar fotografías mentales de todos esos rincones. Un sueño de mujer, de esos que construyen futuros, ladrillo por ladrillo. Sueños tercos que se rehúsan a quedar en el olvido. Por la forma de ser de mi papá tal vez nos hubiéramos quedado en Sarto toda la vida, y espero que esto no se malentienda, no era un hombre mediocre o conformista, simplemente tenía la capacidad de ser feliz con lo que poseía, siempre y cuando tuviera a mi mamá a su lado; por eso cuando Tita empezó con este sueño él la siguió y lo compartió más por quedarse al lado de la mujer que amaba que por el sueño mismo.
Así compraron el terreno de Callejón de las Cruces en San Jerónimo, un lugar hermoso rodeado de árboles de tejocotes y peras. El joven arquitecto al que se le contrató para hacer la casa poco pudo decidir porque mi mamá ya tenía ese libro de recortes y sabía perfectamente bien cómo es que quería cada metro cuadrado. Todavía recuerdo la ceremonia en la que se puso la primera piedra, fue algo emotivo y profundo. se estaba construyendo más que una casa, el sueño de mi madre y por ese motivo, resultó ser una casa bellísima, "Como de revista".
Ese cuaderno de recortes me mostró la importancia de los sueños y de todo su proceso, desde que se conciben, se viven y finalmente se logran cristalizar. Y sobre todo me mostró la importancia de tener sueños personales y sueños compartidos con tu pareja y tus hijos. Ideas que se convierten en sueños y sueños que se convierten en proyectos de vida.
A veces olvido el cuaderno de recortes de mi madre y pierdo de vista la importancia de los sueños. Entonces me sumo en una profunda desesperación. Eso me sucedió cuando perdí el trabajo que había tenido por 13 años. Creí perder muchos sueños; con el tiempo y después de un doloroso proceso de duelo me di cuenta de que estaba colocando mis sueños en un lugar que no debía, fuera del cuaderno de recortes de mi vida. Estaba tomando imágenes de revistas que nada tenía que ver conmigo y las estaba pegando en un cuaderno que no representaba mis anhelos. Estoy en proceso de hacer mi propio cuaderno de recortes y a veces no me queda claro qué es lo que debo pegar entre sus páginas, pero en ocasiones las imágenes se agolpan en mi corazón claras y contundentes y me queda claro cuál es la imagen que debo pegar. Y entonces, en estos momentos de claridad hago un pausa y agradezco al Universo el haber tenido como madre a una mujer que soñó una casa perfecta.
viernes, 16 de enero de 2015
LA PAELLA DE CHUCHO
Desde que tuve uso de razón, mi familia pasaba sus vacaciones en Manzanillo. Nunca fue un lugar muy bonito, pero mi papá trabajaba en una empresa estadounidense que se dedicaba a la importación y exportación de azúcar; él era el encargado de América Latina y una de las plantas estaba en Manzanillo, con un inmenso tanque al que subíamos por una estrecha escalera, y hasta arriba una apertura en donde podías ver al fondo la melasa, negra y oscura con ese peculiar olor que aromatizó siempre mis vacaciones. De vez en cuando, si teníamos suerte nos invitaban a visitar alguno de los barcos cargueros que se encargaban de llevar la melasa al resto del mundo. Esas visitas eran muy emocionantes, visitar el camarote del capitán, el comedor, el cuarto de máquinas era siempre intrigante. Recuerdo que yo visitaba cuarto por cuarto imaginándome mil historias de tritones y sirenas, de tormentas y lugares exóticos. Me pregunto si fueron esos barcos los que despertaron en mí el deseo de escribir.
Mi papá iba tanto a Manzanillo que se le ocurrió comprar un terreno ahí, lo hizo y construyó una casa que más que bonita era agradable y funcional, eso sí, con un jardín que aumentó de tamaño cuando pudo comprar el terreno de a lado y con una palapa que daba justo al mar. Fue entonces cuando empezó la tradición de ir a Manzanillo en Semana Santa y no sólo para nosotros, sino para varias familias que se agregaban al plan, tío Luis y Tía Chela, los Hammeken Peytral, familia a la que pertenecía mi inseparable compañero Oscar, los Palacios y por supuesto los Carranza. Todos formábamos un grupo numeroso y compacto al que se iban agregando amigos de mis hermanos que con el tiempo se fueron haciendo indispensables en cada viaje, como fue el caso de Eduardo Foulkes "Faust" para los cuates. Cada Semana Santa tomábamos un autobús, que casi ocupábamos todo y ahí íbamos, con Panchita incluída y por supuesto, la enorme paellera.
Recuerdo que lo primero que hacía al llegar a la casa era quitarme los zapatos y correr a la playa para sentir la arena bajo mis pies, después aspirar hondo el olor de la brisa y acto seguido llenar la mirada con ese mar siempre salvaje, siempre poderoso, nunca en calma. Llenaba mis sentidos de mar, literalmente. Todavía recuerdo ese sonido de las olas por la noche, rompiendo secas y contundentes sobre la arena, recordándome que ahí estaba él: ¡el mar! siempre el mar.
Todo en Manzanillo sabía a aventura, desde que mi papá nos levantaba a Oscar, Carlos Carranza y a mi al alba para acompañarlo al mercado en un destartalado Jeep que le prestaban de algún ingenio azucarero cercano y ahí íbamos sintiendo el frío de la mañana. En esas épocas todavía estaba el estero, plagado de garzas y flamingos. Nuestro camino al mercado se pintaba de tonos rosa y blanco, de olor a sal y a selva. En el mercado tomábamos un licuado de rompope, comíamos churros recién hechos y por supuesto mi papá compraba los ingredientes para la paella. Él iba de puesto en puesto y nosotros esperábamos pacientemente a que escogiera los camarones y las almejas. Comprábamos unos panes cubiertos de azúcar color rosa psicodélico, y un pan bolillo chicloso y duro.
Así empezaban mis días en Manzanillo, con mi papá siempre ahí, tomándome de la mano: "ven conmigo lombricita, para que no te pase nada". Recuerdo la mano de mi papá, grande, fuerte y sobre todo recuerdo la sensación de tener mi mano en la suya. Sintiéndome amada...segura. Recuerdo que yo levantaba la cara y veía su sonrisa dulce y acogedora. Creo que ese era el principal atributo de mi padre, esa sonrisa amable y protectora que reflejaba lo que tenía adentro del alma. Chucho, un puerto seguro para muchos. Y era él sin lugar a dudas el que hacía de las vacaciones a Manzanillo algo inolvidable, era él con su enorme calidez el que invitaba a que los demás regresaran una y otra vez. ¿Cómo perderse aquella paella que preparaba? ¿cómo perderse una tarde en la palapa tomando whiskey y compartiendo la vida? Los adultos que ahí se reunían, no dejaban de platicar, era como si ese espacio estuviera libre de todo juicio. Ahí en la palapa podían beber, platicar y escuchar a mi tío Luis cantar "le pido al cielo, que se sequen los magueyes, porque esos magueyes son causa de mi desgracia". o a mi tío Luis Palacios hablar apasionadamente sobre música clásica. Platicaban por horas, mientras Oscar y yo caminábamos kilómetros y kilómetros hasta un lugar en el que el río Salahua se juntaba con el mar, o un lugar de rocas en el que había cangrejos de todos colores. Paisajes mágicos que llenaban mi infancia. Conversaciones de adultos, ambientes de mar y arena.
Creo que puedo describir cada día pasado en Manzanillo, son recuerdos que me han acompañado la vida entera. Y ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunada que fui al tener esos viajes, estar rodeada de familia y amigos me daba seguridad. Un constante recordatorio de mi lugar en este mundo. Yo pertenecía a esa familia, a esas personas que compartían Manzanillo, era parte de ese mundo y por ellos podía tener raíces. En Manzanillo comprendí que yo era árbol con raíces profundas, era mar y arena. Los adultos siempre me dieron esa sensación. Ahora todos ellos se han ido, pero me queda el recuerdo de sus voces, de sus carcajadas y de sus conversaciones. Me queda la imagen de todos ellos reunidos en la palapa y mi papá siempre en el centro de todo preparando la paella. Me siento afortunada por tener recuerdos de todos esos adultos que fueron parte de mi infancia, ellos de alguna manera han sido plataforma y cimientos. Lecciones que no se escribieron, que solo se escucharon al vuelo entre caminatas por la playa.
Mi papá iba tanto a Manzanillo que se le ocurrió comprar un terreno ahí, lo hizo y construyó una casa que más que bonita era agradable y funcional, eso sí, con un jardín que aumentó de tamaño cuando pudo comprar el terreno de a lado y con una palapa que daba justo al mar. Fue entonces cuando empezó la tradición de ir a Manzanillo en Semana Santa y no sólo para nosotros, sino para varias familias que se agregaban al plan, tío Luis y Tía Chela, los Hammeken Peytral, familia a la que pertenecía mi inseparable compañero Oscar, los Palacios y por supuesto los Carranza. Todos formábamos un grupo numeroso y compacto al que se iban agregando amigos de mis hermanos que con el tiempo se fueron haciendo indispensables en cada viaje, como fue el caso de Eduardo Foulkes "Faust" para los cuates. Cada Semana Santa tomábamos un autobús, que casi ocupábamos todo y ahí íbamos, con Panchita incluída y por supuesto, la enorme paellera.
Recuerdo que lo primero que hacía al llegar a la casa era quitarme los zapatos y correr a la playa para sentir la arena bajo mis pies, después aspirar hondo el olor de la brisa y acto seguido llenar la mirada con ese mar siempre salvaje, siempre poderoso, nunca en calma. Llenaba mis sentidos de mar, literalmente. Todavía recuerdo ese sonido de las olas por la noche, rompiendo secas y contundentes sobre la arena, recordándome que ahí estaba él: ¡el mar! siempre el mar.
Todo en Manzanillo sabía a aventura, desde que mi papá nos levantaba a Oscar, Carlos Carranza y a mi al alba para acompañarlo al mercado en un destartalado Jeep que le prestaban de algún ingenio azucarero cercano y ahí íbamos sintiendo el frío de la mañana. En esas épocas todavía estaba el estero, plagado de garzas y flamingos. Nuestro camino al mercado se pintaba de tonos rosa y blanco, de olor a sal y a selva. En el mercado tomábamos un licuado de rompope, comíamos churros recién hechos y por supuesto mi papá compraba los ingredientes para la paella. Él iba de puesto en puesto y nosotros esperábamos pacientemente a que escogiera los camarones y las almejas. Comprábamos unos panes cubiertos de azúcar color rosa psicodélico, y un pan bolillo chicloso y duro.
Así empezaban mis días en Manzanillo, con mi papá siempre ahí, tomándome de la mano: "ven conmigo lombricita, para que no te pase nada". Recuerdo la mano de mi papá, grande, fuerte y sobre todo recuerdo la sensación de tener mi mano en la suya. Sintiéndome amada...segura. Recuerdo que yo levantaba la cara y veía su sonrisa dulce y acogedora. Creo que ese era el principal atributo de mi padre, esa sonrisa amable y protectora que reflejaba lo que tenía adentro del alma. Chucho, un puerto seguro para muchos. Y era él sin lugar a dudas el que hacía de las vacaciones a Manzanillo algo inolvidable, era él con su enorme calidez el que invitaba a que los demás regresaran una y otra vez. ¿Cómo perderse aquella paella que preparaba? ¿cómo perderse una tarde en la palapa tomando whiskey y compartiendo la vida? Los adultos que ahí se reunían, no dejaban de platicar, era como si ese espacio estuviera libre de todo juicio. Ahí en la palapa podían beber, platicar y escuchar a mi tío Luis cantar "le pido al cielo, que se sequen los magueyes, porque esos magueyes son causa de mi desgracia". o a mi tío Luis Palacios hablar apasionadamente sobre música clásica. Platicaban por horas, mientras Oscar y yo caminábamos kilómetros y kilómetros hasta un lugar en el que el río Salahua se juntaba con el mar, o un lugar de rocas en el que había cangrejos de todos colores. Paisajes mágicos que llenaban mi infancia. Conversaciones de adultos, ambientes de mar y arena.
Creo que puedo describir cada día pasado en Manzanillo, son recuerdos que me han acompañado la vida entera. Y ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunada que fui al tener esos viajes, estar rodeada de familia y amigos me daba seguridad. Un constante recordatorio de mi lugar en este mundo. Yo pertenecía a esa familia, a esas personas que compartían Manzanillo, era parte de ese mundo y por ellos podía tener raíces. En Manzanillo comprendí que yo era árbol con raíces profundas, era mar y arena. Los adultos siempre me dieron esa sensación. Ahora todos ellos se han ido, pero me queda el recuerdo de sus voces, de sus carcajadas y de sus conversaciones. Me queda la imagen de todos ellos reunidos en la palapa y mi papá siempre en el centro de todo preparando la paella. Me siento afortunada por tener recuerdos de todos esos adultos que fueron parte de mi infancia, ellos de alguna manera han sido plataforma y cimientos. Lecciones que no se escribieron, que solo se escucharon al vuelo entre caminatas por la playa.
jueves, 8 de enero de 2015
EL REGRESO DE LA VACACIÓN
Los regresos de las vacaciones son siempre difíciles, ya sea que hayas salido de viaje o quedado en casa, el regresar a la rutina siempre es complicado. En las vacaciones se crea un ambiente relajado, irresponsable e informal que no tienen los otros días del año. En ocasiones la rutina del día a día abruma y tener días de descanso es como una oleada de aire fresco en nuestras vidas.
Desde que tengo uso de razón, mis regresos siempre han sido complicados, aunque fuera de nuestros fines de semana a Tepoztlán. El ir allá era mágico, desde que salíamos de la escuela el viernes por la tarde y sacábamos de nuestros roperos las cajas que decían "ropa de Tepoz". Camisetas percudidas, jeans agujerados, tennis que ya habían perdido la forma de zapato, y todo con ese peculiar olor a estiércol y campo. Sabíamos que con esa ropa seríamos libres, la podíamos ensuciar y romper sin que hubiera represalia alguna. En Tepoztlán mi mamá se transformaba en una madre muy poco exigente, podíamos hacer y deshacer durante sin que ella se enterara de nuestro paradero durante toda la mañana, "tocábamos tierra" en casa para comer y después desaparecíamos de nuevo hasta que caía el sol. Ahí era feliz. Invariablemente iba conmigo mi primo Oscar, mi compañero de aventuras y de infancia, con él le rentábamos caballos a Doña Mari y nos montábamos en ellos desde la mañana hasta la tarde; eran unos animales viejos y desgastados, uno de ellos tuerto, así es que se tropezaba con cuanta piedra había, y el otro con ínfulas de caballo de salto que cuando veía una barda se enfilaba a ella a todo galope, pero a la hora de saltar se arrepentía y daba unos giros que si no te agarrabas bien de la silla seguro salías volando. Pero todo eso ya lo sabíamos Oscar y yo, eran los caballos de Doña Mari y para nosotros representaban aventuras, sentirnos vaqueros y construir mil fantasías. Recuerdo que en una ocasión, sólo pudimos rentar un caballo, así es que Oscarito iba en ancas, de pronto vimos a dos perros correr despavoridos hacia nosotros, y pronto descubrimos la razón: los perseguía un toro con cuernos inmensos, los perros pasaron junto y automáticamente nos convertimos en blanco del toro; por fortuna el caballo reaccionó mejor que yo, dio la media vuelta como pudo y se lanzó al galope, el toro iba tan cerca que Oscar podía sentir los cuernos en la espalda. Y Tita nunca se enteró de eso, porque en Tepoztlán, cada quién a lo suyo. Mis hermanos buscaban lugares en dónde fumar y estar con los novios y Oscar y yo buscábamos nuevas aventuras en todo momento. Ahí podíamos nadar en los ríos y mojarnos la ropa y esperar con ansia la ida a la cascada con mi papá. Él no nos llevaba, emprendía el camino y esperaba que todos los participantes en la excursión lo siguiéramos. A veces se alejaba tanto que había qué gritarle para poder seguir su voz. Pero siempre podíamos seguir la voz de Chucho, era clara, precisa y sonaba a viento suave. La cascada era un lugar paradisíaco en el que los rayos del sol se lograban filtrar entre la vegetación y parecían caminos forrados de oro. La cascada tenía un chorro de agua tan fuerte que te golpeaba la espalda y de agua tan helada que hacíamos concursos de quién duraba más tiempo debajo de él.
Oscar y yo, siempre nos levantábamos al alba, ayudábamos a mi papá a recoger leña para el calentador y que mi mamá se pudiera bañar con agua caliente. Dicho sea de paso, era la única que se bañaba, en Tepoztlán no era obligatorio el baño diario. Y ahí íbamos Oscar y yo, detrás de Chucho, el "Oso" Hammeken, buscando leña seca y encontrando aromas de campo, anís y felicidad. Y por las noches, preparábamos una fogata para asar salchichas y malvaviscos y contemplábamos las estrellas en el cielo y las luciérnagas en el campo que parecían otras estrellas que bailaban al rededor nuestro. En la casa no había electricidad, y en ese entonces, no había casas alrededor, así que la oscuridad era absoluta, contundente y te abrazaba de tal manera que podías sentir su peso en el cuerpo, pero estábamos con mi papá...estábamos a salvo.
Y Tita ahí estaba también, sentada con sus impresionantes ojos verdes y el pelo negro como esas noches. Ahí sonreía y no había regaños ni reglas. Siempre me gustó su mirada en esos fines de semana porque notaba el inmenso a mor que siempre nos tuvo; y siempre me gustó ver a mis papás en Tepoztlán, porque me daba cuenta de lo enamorados que estaban, ahí juntos, en la fogata, viendo las estrellas, con abrazos largos y tiernos.
Por eso siempre me costaron trabajo los regresos a casa, porque Tita era otra y aunque yo sabía que el amor no se le acababa el fin de semana, me costaba trabajo entender su transformación. De lunes y viernes nuestra vida era ordenada, con muchas reglas a seguir y obligaciones qué cumplir, pero ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunados que éramos al tener Tepoztlán. Esos fines de semana me hacían entender que mi mamá era una mujer de contrastes y que no importaba que no me abrazara mucho, ahí me abrazaba con su mirada de campo en temporada de lluvia. Y así como desempacábamos la ropa de Tepoz, así mi madre desempacaba el aroma a hierbas que siempre la acompañaba, su sonrisa de río y su voz de rocío.
Desde que tengo uso de razón, mis regresos siempre han sido complicados, aunque fuera de nuestros fines de semana a Tepoztlán. El ir allá era mágico, desde que salíamos de la escuela el viernes por la tarde y sacábamos de nuestros roperos las cajas que decían "ropa de Tepoz". Camisetas percudidas, jeans agujerados, tennis que ya habían perdido la forma de zapato, y todo con ese peculiar olor a estiércol y campo. Sabíamos que con esa ropa seríamos libres, la podíamos ensuciar y romper sin que hubiera represalia alguna. En Tepoztlán mi mamá se transformaba en una madre muy poco exigente, podíamos hacer y deshacer durante sin que ella se enterara de nuestro paradero durante toda la mañana, "tocábamos tierra" en casa para comer y después desaparecíamos de nuevo hasta que caía el sol. Ahí era feliz. Invariablemente iba conmigo mi primo Oscar, mi compañero de aventuras y de infancia, con él le rentábamos caballos a Doña Mari y nos montábamos en ellos desde la mañana hasta la tarde; eran unos animales viejos y desgastados, uno de ellos tuerto, así es que se tropezaba con cuanta piedra había, y el otro con ínfulas de caballo de salto que cuando veía una barda se enfilaba a ella a todo galope, pero a la hora de saltar se arrepentía y daba unos giros que si no te agarrabas bien de la silla seguro salías volando. Pero todo eso ya lo sabíamos Oscar y yo, eran los caballos de Doña Mari y para nosotros representaban aventuras, sentirnos vaqueros y construir mil fantasías. Recuerdo que en una ocasión, sólo pudimos rentar un caballo, así es que Oscarito iba en ancas, de pronto vimos a dos perros correr despavoridos hacia nosotros, y pronto descubrimos la razón: los perseguía un toro con cuernos inmensos, los perros pasaron junto y automáticamente nos convertimos en blanco del toro; por fortuna el caballo reaccionó mejor que yo, dio la media vuelta como pudo y se lanzó al galope, el toro iba tan cerca que Oscar podía sentir los cuernos en la espalda. Y Tita nunca se enteró de eso, porque en Tepoztlán, cada quién a lo suyo. Mis hermanos buscaban lugares en dónde fumar y estar con los novios y Oscar y yo buscábamos nuevas aventuras en todo momento. Ahí podíamos nadar en los ríos y mojarnos la ropa y esperar con ansia la ida a la cascada con mi papá. Él no nos llevaba, emprendía el camino y esperaba que todos los participantes en la excursión lo siguiéramos. A veces se alejaba tanto que había qué gritarle para poder seguir su voz. Pero siempre podíamos seguir la voz de Chucho, era clara, precisa y sonaba a viento suave. La cascada era un lugar paradisíaco en el que los rayos del sol se lograban filtrar entre la vegetación y parecían caminos forrados de oro. La cascada tenía un chorro de agua tan fuerte que te golpeaba la espalda y de agua tan helada que hacíamos concursos de quién duraba más tiempo debajo de él.
Oscar y yo, siempre nos levantábamos al alba, ayudábamos a mi papá a recoger leña para el calentador y que mi mamá se pudiera bañar con agua caliente. Dicho sea de paso, era la única que se bañaba, en Tepoztlán no era obligatorio el baño diario. Y ahí íbamos Oscar y yo, detrás de Chucho, el "Oso" Hammeken, buscando leña seca y encontrando aromas de campo, anís y felicidad. Y por las noches, preparábamos una fogata para asar salchichas y malvaviscos y contemplábamos las estrellas en el cielo y las luciérnagas en el campo que parecían otras estrellas que bailaban al rededor nuestro. En la casa no había electricidad, y en ese entonces, no había casas alrededor, así que la oscuridad era absoluta, contundente y te abrazaba de tal manera que podías sentir su peso en el cuerpo, pero estábamos con mi papá...estábamos a salvo.
Y Tita ahí estaba también, sentada con sus impresionantes ojos verdes y el pelo negro como esas noches. Ahí sonreía y no había regaños ni reglas. Siempre me gustó su mirada en esos fines de semana porque notaba el inmenso a mor que siempre nos tuvo; y siempre me gustó ver a mis papás en Tepoztlán, porque me daba cuenta de lo enamorados que estaban, ahí juntos, en la fogata, viendo las estrellas, con abrazos largos y tiernos.
Por eso siempre me costaron trabajo los regresos a casa, porque Tita era otra y aunque yo sabía que el amor no se le acababa el fin de semana, me costaba trabajo entender su transformación. De lunes y viernes nuestra vida era ordenada, con muchas reglas a seguir y obligaciones qué cumplir, pero ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunados que éramos al tener Tepoztlán. Esos fines de semana me hacían entender que mi mamá era una mujer de contrastes y que no importaba que no me abrazara mucho, ahí me abrazaba con su mirada de campo en temporada de lluvia. Y así como desempacábamos la ropa de Tepoz, así mi madre desempacaba el aroma a hierbas que siempre la acompañaba, su sonrisa de río y su voz de rocío.
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