Desde que tuve uso de razón, mi familia pasaba sus vacaciones en Manzanillo. Nunca fue un lugar muy bonito, pero mi papá trabajaba en una empresa estadounidense que se dedicaba a la importación y exportación de azúcar; él era el encargado de América Latina y una de las plantas estaba en Manzanillo, con un inmenso tanque al que subíamos por una estrecha escalera, y hasta arriba una apertura en donde podías ver al fondo la melasa, negra y oscura con ese peculiar olor que aromatizó siempre mis vacaciones. De vez en cuando, si teníamos suerte nos invitaban a visitar alguno de los barcos cargueros que se encargaban de llevar la melasa al resto del mundo. Esas visitas eran muy emocionantes, visitar el camarote del capitán, el comedor, el cuarto de máquinas era siempre intrigante. Recuerdo que yo visitaba cuarto por cuarto imaginándome mil historias de tritones y sirenas, de tormentas y lugares exóticos. Me pregunto si fueron esos barcos los que despertaron en mí el deseo de escribir.
Mi papá iba tanto a Manzanillo que se le ocurrió comprar un terreno ahí, lo hizo y construyó una casa que más que bonita era agradable y funcional, eso sí, con un jardín que aumentó de tamaño cuando pudo comprar el terreno de a lado y con una palapa que daba justo al mar. Fue entonces cuando empezó la tradición de ir a Manzanillo en Semana Santa y no sólo para nosotros, sino para varias familias que se agregaban al plan, tío Luis y Tía Chela, los Hammeken Peytral, familia a la que pertenecía mi inseparable compañero Oscar, los Palacios y por supuesto los Carranza. Todos formábamos un grupo numeroso y compacto al que se iban agregando amigos de mis hermanos que con el tiempo se fueron haciendo indispensables en cada viaje, como fue el caso de Eduardo Foulkes "Faust" para los cuates. Cada Semana Santa tomábamos un autobús, que casi ocupábamos todo y ahí íbamos, con Panchita incluída y por supuesto, la enorme paellera.
Recuerdo que lo primero que hacía al llegar a la casa era quitarme los zapatos y correr a la playa para sentir la arena bajo mis pies, después aspirar hondo el olor de la brisa y acto seguido llenar la mirada con ese mar siempre salvaje, siempre poderoso, nunca en calma. Llenaba mis sentidos de mar, literalmente. Todavía recuerdo ese sonido de las olas por la noche, rompiendo secas y contundentes sobre la arena, recordándome que ahí estaba él: ¡el mar! siempre el mar.
Todo en Manzanillo sabía a aventura, desde que mi papá nos levantaba a Oscar, Carlos Carranza y a mi al alba para acompañarlo al mercado en un destartalado Jeep que le prestaban de algún ingenio azucarero cercano y ahí íbamos sintiendo el frío de la mañana. En esas épocas todavía estaba el estero, plagado de garzas y flamingos. Nuestro camino al mercado se pintaba de tonos rosa y blanco, de olor a sal y a selva. En el mercado tomábamos un licuado de rompope, comíamos churros recién hechos y por supuesto mi papá compraba los ingredientes para la paella. Él iba de puesto en puesto y nosotros esperábamos pacientemente a que escogiera los camarones y las almejas. Comprábamos unos panes cubiertos de azúcar color rosa psicodélico, y un pan bolillo chicloso y duro.
Así empezaban mis días en Manzanillo, con mi papá siempre ahí, tomándome de la mano: "ven conmigo lombricita, para que no te pase nada". Recuerdo la mano de mi papá, grande, fuerte y sobre todo recuerdo la sensación de tener mi mano en la suya. Sintiéndome amada...segura. Recuerdo que yo levantaba la cara y veía su sonrisa dulce y acogedora. Creo que ese era el principal atributo de mi padre, esa sonrisa amable y protectora que reflejaba lo que tenía adentro del alma. Chucho, un puerto seguro para muchos. Y era él sin lugar a dudas el que hacía de las vacaciones a Manzanillo algo inolvidable, era él con su enorme calidez el que invitaba a que los demás regresaran una y otra vez. ¿Cómo perderse aquella paella que preparaba? ¿cómo perderse una tarde en la palapa tomando whiskey y compartiendo la vida? Los adultos que ahí se reunían, no dejaban de platicar, era como si ese espacio estuviera libre de todo juicio. Ahí en la palapa podían beber, platicar y escuchar a mi tío Luis cantar "le pido al cielo, que se sequen los magueyes, porque esos magueyes son causa de mi desgracia". o a mi tío Luis Palacios hablar apasionadamente sobre música clásica. Platicaban por horas, mientras Oscar y yo caminábamos kilómetros y kilómetros hasta un lugar en el que el río Salahua se juntaba con el mar, o un lugar de rocas en el que había cangrejos de todos colores. Paisajes mágicos que llenaban mi infancia. Conversaciones de adultos, ambientes de mar y arena.
Creo que puedo describir cada día pasado en Manzanillo, son recuerdos que me han acompañado la vida entera. Y ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunada que fui al tener esos viajes, estar rodeada de familia y amigos me daba seguridad. Un constante recordatorio de mi lugar en este mundo. Yo pertenecía a esa familia, a esas personas que compartían Manzanillo, era parte de ese mundo y por ellos podía tener raíces. En Manzanillo comprendí que yo era árbol con raíces profundas, era mar y arena. Los adultos siempre me dieron esa sensación. Ahora todos ellos se han ido, pero me queda el recuerdo de sus voces, de sus carcajadas y de sus conversaciones. Me queda la imagen de todos ellos reunidos en la palapa y mi papá siempre en el centro de todo preparando la paella. Me siento afortunada por tener recuerdos de todos esos adultos que fueron parte de mi infancia, ellos de alguna manera han sido plataforma y cimientos. Lecciones que no se escribieron, que solo se escucharon al vuelo entre caminatas por la playa.