miércoles, 28 de enero de 2015

UNA GRAN PÉRDIDA

Y así, producto del ocio y hurgando en mi computadora, me encontré este texto que escribí hace muchos años, sin embargo, hay días en que siguen vigentes los sentimientos...hay días como hoy en los que la nostalgia se hace presente y me toma por completo: 

"Fue una llamada a las tres de la madrugada, la que sin saberlo cambiaría por completo mi vida. Mi padre moría de cáncer y me hablaban para que me fuera a despedir de él. Yo tenía preparado un traje sastre negro...de hecho, lo había mandado a la tintorería unos días antes. Me sorprendió la frialdad con la que calculé hasta este pequeño detalle pero así lo hice, y lo hecho hecho está. En el camino a casa de mis padres se apagaron todas las luces de la avenida, y en ese momento supe que ya no llegaría a despedirme. Es uno de esos momentos siniestros que a veces te reserva la vida sin quererlo.

Llegué,  y en efecto el había muerto y la azalea que floreó durante varias semanas se había secado, así pasó...en sólo un instante... me pregunto si las plantas sienten tanto como uno...me pregunto si sufren hasta el punto de creer que estan enloqueciendo y que el corazón ya no está disponible para sentir mas dolor.

Supimos que mi padre iba a morir cuando nos lo dijeron los doctores al momento de la operación, claro, pero aun así nos aferramos a la idea de que siempre ocurren milagros. De que fulanita que estaba invadida de cáncer tomó un te de piel de víbora y se curó...y a perenganito que tenía cáncer en el hígado se aventó junto con los voladores de Papantla y se curó milagrosamente. Pero supimos, en realidad supimos que se iba a morir,  cuando unos días antes nos contó que había soñado a mi tía Cristina, vestida de blanco que le decía, “vente Chuchito, que aquí ya estamos bien” Mi tía Cristy, su amiga del alma...su alma gemela que también murió de cáncer meses antes. 

Yo no sé qué tanto se llevan los muertos cuando se van...pero es mucho y lo peor de todo,  es que no te enteras de un jalón de todo lo que se llevan, sino que lo vas sabiendo poco a poco, a cada día de tu vida...y en cada nueva experiencia que dejas de compartir. Yo no sé si existan los fantasmas o no. Pero desde ese día he pensado que lo que diera por que se me apareciera mi papá y me dijera cómo hablar con mis hijos.

Mi padre era un experto en crear momentos fantásticos...y esos momentos ahora son los recuerdos que me hacen seguir adelante y sonreír y por supuesto decirles a mis hijos que una vez hubo un mundo que no era de asfalto"

viernes, 23 de enero de 2015

EL LIBRO DE RECORTES DE MI MADRE

A lo largo de la vida me he dado cuenta que los sueños de las mujeres son muy distintos a los de los hombres. No son mejores ni peores, sólo son diferentes. Supongo que lo ideal es que cuando decides compartir la vida con alguien, esos sueños tan diferentes se unan y construyan nuevos sueños combinados por decirlo de alguna manera. Sueños que la mayoría de las veces confluyen en el hogar que se forma, en los hijos que se procrean y hasta en el perro que se adopta. Pero muchas veces son estos mismos sueños los que llegan a separar a las parejas porque no se dió la mezcla perfecta; a veces los sueños de un hombre y una mujer van por separado aunque se comparta el mismo techo, hasta que llega un momento en el que cada quien sueña por su lado y acaban por convertir a las personas en entes diferentes. A veces los sueños separan, en ocasiones unen de tal manera que se es capaz de sortear cualquier obstáculo.

Yo entendí de sueños cuando apenas era una niña. Nosotros vivíamos en la calle de Sarto en Mixcoac. Nunca fue una zona bonita pero ahí vivieron mis abuelos paternos y ahí le regalaron una porción de su terreno a cada uno de sus hijos. Mi mamá aunque fue feliz ahí, siempre soñó con irse a un mejor vecindario. Y aquí viene el por qué de esta entrada: aun antes de saber que podíamos mudarnos, ella compró un cuaderno de dibujo, de esos que tenían una hoja de "papel calca" entre página y página, y ahí iba pegando imágenes que sacaba de revistas de decoración. Ordenada como era ella, lo tenía catalogado con diferentes pestañitas de colores: recámaras, sala, baños, chimeneas, etc. recortaba y pegaba poco a poco los elementos que ella quería integrar en la casa de sus sueños. En ese momento yo no le daba valor a ese libro de recortes pero ahora que lo veo con una mirada adulta y más o menos madura, me doy cuenta del valor incalculable que tuvo en mi vida ese cuaderno; entre otras cosas me pude dar cuenta de que las realidades empiezan por un pequeño sueño que va creciendo poco a poco. Con ese cuaderno aprendí que los sueños tal vez no se realicen, pero importa ¡y mucho! el proceso de soñar. Muchas tardes mi mamá se sentaba en la mesa del comedor a pasar y repasar esas revistas, recortaba con paciencia todo lo que le iba gustando y lo pegaba en la hoja blanca, lentamente, con cuidado, como queriendo tomar fotografías mentales de todos esos rincones. Un sueño de mujer, de esos que construyen futuros, ladrillo por ladrillo. Sueños tercos que se rehúsan a quedar en el olvido. Por la forma de ser de mi papá tal vez nos hubiéramos quedado en Sarto toda la vida, y espero que esto no se malentienda, no era un hombre mediocre o conformista, simplemente tenía la capacidad de ser feliz con lo que poseía, siempre y cuando tuviera a mi mamá a su lado; por eso cuando Tita empezó con este sueño él la siguió y lo compartió más por quedarse al lado de la mujer que amaba  que por el sueño mismo.

Así compraron el terreno de Callejón de las Cruces en San Jerónimo, un lugar hermoso rodeado de árboles de tejocotes y peras. El joven arquitecto al que se le contrató para hacer la casa poco pudo decidir porque mi mamá ya tenía ese libro de recortes y sabía perfectamente bien cómo es que quería cada metro cuadrado. Todavía recuerdo la ceremonia en la que se puso la primera piedra, fue algo emotivo y profundo. se estaba construyendo más que una casa, el sueño de mi madre y por ese motivo, resultó ser una casa bellísima, "Como de revista".

Ese cuaderno de recortes me mostró la importancia de los sueños y de todo su proceso, desde que se conciben, se viven y finalmente se logran cristalizar. Y sobre todo me mostró la importancia de tener sueños personales y sueños compartidos con tu pareja y tus hijos. Ideas que se convierten en sueños y sueños que se convierten en proyectos de vida.

A veces olvido el cuaderno de recortes de mi madre y pierdo de vista la importancia de los sueños. Entonces me sumo en una profunda desesperación. Eso me sucedió cuando perdí el trabajo que había tenido por 13 años. Creí perder muchos sueños; con el tiempo y después de un doloroso proceso de duelo me di cuenta de que estaba colocando mis sueños en un lugar que no debía, fuera del cuaderno de recortes de mi vida. Estaba tomando imágenes de revistas que nada tenía que ver conmigo y las estaba pegando en un cuaderno que no representaba mis anhelos. Estoy en proceso de hacer mi propio cuaderno de recortes y a veces no me queda claro qué es lo que debo pegar entre sus páginas, pero en ocasiones las imágenes se agolpan en mi corazón claras y contundentes y me queda claro cuál es la imagen que debo pegar. Y entonces, en estos momentos de claridad hago un pausa y agradezco al Universo el haber tenido como madre a una mujer que soñó una casa perfecta.

viernes, 16 de enero de 2015

LA PAELLA DE CHUCHO

Desde que tuve uso de razón, mi familia pasaba sus vacaciones en Manzanillo. Nunca fue un lugar muy bonito, pero mi papá trabajaba en una empresa estadounidense que se dedicaba a la importación y exportación de azúcar; él era el encargado de América Latina y una de las plantas estaba en Manzanillo, con un inmenso tanque al que subíamos por una estrecha escalera, y hasta arriba una apertura en donde podías ver al fondo la melasa, negra y oscura con ese peculiar olor que aromatizó siempre mis vacaciones. De vez en cuando, si teníamos suerte nos invitaban a visitar alguno de los barcos cargueros que se encargaban de llevar la melasa al resto del mundo. Esas visitas eran muy emocionantes, visitar el camarote del capitán, el comedor, el cuarto de máquinas era siempre intrigante. Recuerdo que yo visitaba cuarto por cuarto imaginándome mil historias de tritones y sirenas, de tormentas y lugares exóticos. Me pregunto si fueron esos barcos los que despertaron en mí el deseo de escribir.

Mi papá iba tanto a Manzanillo que se le ocurrió comprar un terreno ahí, lo hizo y construyó una casa que más que bonita era agradable y funcional, eso sí, con un jardín que aumentó de tamaño cuando pudo comprar el terreno de a lado y con una palapa que daba justo al mar. Fue entonces cuando empezó la tradición de ir a Manzanillo en Semana Santa y no sólo para nosotros, sino para varias familias que se agregaban al plan, tío Luis y Tía Chela, los Hammeken  Peytral, familia a la que pertenecía  mi inseparable compañero Oscar, los Palacios y por supuesto los Carranza. Todos formábamos un grupo numeroso y compacto al que se iban agregando amigos de mis hermanos que con el tiempo se fueron haciendo indispensables en cada viaje, como fue el caso de Eduardo Foulkes   "Faust" para los cuates.  Cada Semana Santa tomábamos un autobús, que casi ocupábamos todo y ahí íbamos, con Panchita incluída y por supuesto, la enorme paellera.

Recuerdo que lo primero que hacía al llegar a la casa era quitarme los zapatos y correr a la playa para sentir la arena bajo mis pies, después aspirar hondo el olor de la brisa y acto seguido llenar la mirada con ese mar siempre salvaje, siempre poderoso, nunca en calma. Llenaba mis sentidos de mar, literalmente. Todavía recuerdo ese sonido de las olas por la noche, rompiendo secas y contundentes sobre la arena, recordándome que ahí estaba él: ¡el mar! siempre el mar.

Todo en Manzanillo sabía a aventura, desde que mi papá nos levantaba a Oscar, Carlos Carranza y a mi al alba para acompañarlo al mercado en un destartalado Jeep que le prestaban de algún ingenio azucarero cercano y ahí íbamos sintiendo el frío de la mañana. En esas épocas todavía estaba el estero, plagado de garzas y flamingos. Nuestro camino al mercado se pintaba de tonos rosa y blanco, de olor a sal y a selva. En el mercado tomábamos un licuado de rompope, comíamos churros recién hechos y por supuesto mi papá compraba los ingredientes para la paella. Él iba de puesto en puesto y nosotros esperábamos pacientemente a que escogiera los camarones y las almejas. Comprábamos unos panes cubiertos de azúcar color rosa psicodélico, y un pan bolillo chicloso y duro.

Así empezaban mis días en Manzanillo, con mi papá siempre ahí, tomándome de la mano: "ven conmigo lombricita, para que no te pase nada". Recuerdo la mano de mi papá, grande, fuerte y sobre todo recuerdo la sensación de tener mi mano en la suya. Sintiéndome amada...segura. Recuerdo que yo levantaba la cara y veía su sonrisa dulce y acogedora. Creo que ese era el principal atributo de mi padre, esa sonrisa amable y protectora que reflejaba lo que tenía adentro del alma. Chucho, un puerto seguro para muchos. Y era él sin lugar a dudas el que hacía de las vacaciones a Manzanillo algo inolvidable, era él con su enorme calidez el que invitaba a que los demás regresaran una y otra vez. ¿Cómo perderse aquella paella que preparaba? ¿cómo perderse una tarde en la palapa tomando whiskey y compartiendo la vida? Los adultos que ahí se reunían, no dejaban de platicar, era como si ese espacio estuviera libre de todo juicio. Ahí en la palapa podían beber, platicar y escuchar a mi tío Luis cantar "le pido al cielo, que se sequen los magueyes, porque esos magueyes son causa de mi desgracia". o a mi tío Luis Palacios hablar apasionadamente sobre música clásica. Platicaban por horas, mientras Oscar y yo caminábamos kilómetros y kilómetros hasta un lugar en el que el río Salahua se juntaba con el mar, o un lugar de rocas en el que había cangrejos de todos colores. Paisajes mágicos que llenaban mi infancia. Conversaciones de adultos, ambientes de mar y arena.

Creo que puedo describir cada día pasado en Manzanillo, son recuerdos que me han acompañado la vida entera. Y ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunada que fui al tener esos viajes, estar rodeada de familia y amigos me daba seguridad. Un constante recordatorio de mi lugar en este mundo. Yo pertenecía a esa familia, a esas personas que compartían Manzanillo, era parte de ese mundo y por ellos podía tener raíces. En Manzanillo comprendí que yo era árbol con raíces profundas, era mar y arena. Los adultos siempre me dieron esa sensación. Ahora todos ellos se han ido, pero me queda el recuerdo de sus voces, de sus carcajadas y de sus conversaciones. Me queda la imagen de todos ellos reunidos en la palapa y mi papá siempre en el centro de todo preparando la paella. Me siento afortunada por tener recuerdos de todos esos adultos que fueron parte de mi infancia, ellos de alguna manera han sido plataforma y cimientos. Lecciones que no se escribieron, que solo se escucharon al vuelo entre caminatas por la playa.


jueves, 8 de enero de 2015

EL REGRESO DE LA VACACIÓN

Los regresos de las vacaciones son siempre difíciles, ya sea que hayas salido de viaje o quedado en casa, el regresar a la rutina siempre es complicado. En las vacaciones se crea un ambiente relajado, irresponsable e informal que no tienen los otros días del año. En ocasiones la rutina del día a día abruma y tener días de descanso es como una oleada de aire fresco en nuestras vidas.

Desde que tengo uso de razón, mis regresos siempre han sido complicados, aunque fuera de nuestros fines de semana a Tepoztlán. El ir allá era mágico, desde que salíamos de la escuela el viernes por la tarde y sacábamos de nuestros roperos las cajas que decían "ropa de Tepoz". Camisetas percudidas, jeans agujerados, tennis que ya habían perdido la forma de zapato, y todo con ese peculiar olor a estiércol y campo. Sabíamos que con esa ropa seríamos libres, la podíamos ensuciar y romper sin que hubiera represalia alguna. En Tepoztlán mi mamá se transformaba en una madre muy poco exigente, podíamos hacer y deshacer durante sin que ella se enterara de nuestro paradero durante toda la mañana, "tocábamos tierra" en casa para comer y después desaparecíamos de nuevo hasta que caía el sol. Ahí era feliz. Invariablemente iba conmigo mi primo Oscar, mi compañero de aventuras y de infancia, con él le rentábamos caballos a Doña Mari y nos montábamos en ellos desde la mañana hasta la tarde; eran unos animales viejos y desgastados, uno de ellos tuerto, así es que se tropezaba con cuanta piedra había, y el otro con ínfulas de caballo de salto que cuando veía una barda se enfilaba a ella a todo galope, pero a la hora de saltar se arrepentía y daba unos giros que si no te agarrabas bien de la silla seguro salías volando. Pero todo eso ya lo sabíamos Oscar y yo, eran los caballos de Doña Mari y para nosotros representaban aventuras, sentirnos vaqueros y construir mil fantasías. Recuerdo que en una ocasión, sólo pudimos rentar un caballo, así es que Oscarito iba en ancas, de pronto vimos a dos perros correr despavoridos hacia nosotros, y pronto descubrimos la razón: los perseguía un toro con cuernos inmensos, los perros pasaron junto y automáticamente nos convertimos en blanco del toro; por fortuna el caballo reaccionó mejor que yo, dio la media vuelta como pudo y se lanzó al galope, el toro iba tan cerca que Oscar podía sentir los cuernos en la espalda. Y Tita nunca se enteró de eso, porque en Tepoztlán, cada quién a lo suyo. Mis hermanos buscaban lugares en dónde fumar y estar con los novios y Oscar y yo buscábamos nuevas aventuras en todo momento. Ahí podíamos nadar en los ríos y mojarnos la ropa y esperar con ansia la ida a la cascada con mi papá. Él no nos llevaba, emprendía el camino y esperaba que todos los participantes en la excursión lo siguiéramos. A veces se alejaba tanto que había qué gritarle para poder seguir su voz. Pero siempre podíamos seguir la voz de Chucho, era clara, precisa y sonaba a viento suave. La cascada era un lugar paradisíaco en el que los rayos del sol se lograban filtrar entre la vegetación y parecían caminos forrados de oro. La cascada tenía un chorro de agua tan fuerte que te golpeaba la espalda y de agua tan helada que hacíamos concursos de quién duraba más tiempo debajo de él.

Oscar y yo, siempre nos levantábamos al alba, ayudábamos a mi papá a recoger leña para el calentador y que mi mamá se pudiera bañar con agua caliente. Dicho sea de paso, era la única que se bañaba, en Tepoztlán no era obligatorio el baño diario. Y ahí íbamos Oscar y yo, detrás de Chucho, el "Oso" Hammeken, buscando leña seca y encontrando aromas de campo, anís y felicidad. Y por las noches, preparábamos una fogata para asar salchichas y malvaviscos y contemplábamos las estrellas en el cielo y las luciérnagas en el campo que parecían otras estrellas que bailaban al rededor nuestro. En la casa no había electricidad, y en ese entonces, no había casas alrededor, así que la oscuridad era absoluta, contundente y te abrazaba de tal manera que podías sentir su peso en el cuerpo, pero estábamos con mi papá...estábamos a salvo.

Y Tita ahí estaba también, sentada con sus impresionantes ojos verdes y el pelo negro como esas noches. Ahí sonreía y no había regaños ni reglas. Siempre me gustó su mirada en esos fines de semana porque notaba el inmenso a mor que siempre nos tuvo; y siempre me gustó ver a mis papás en Tepoztlán, porque me daba cuenta de lo enamorados que estaban, ahí juntos, en la fogata, viendo las estrellas, con abrazos largos y tiernos.

Por eso siempre me costaron trabajo los regresos a casa, porque Tita era otra y aunque yo sabía que el amor no se le acababa el fin de semana, me costaba trabajo entender su transformación. De lunes y viernes nuestra vida era ordenada, con muchas reglas a seguir y obligaciones qué cumplir, pero ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunados que éramos al tener Tepoztlán. Esos fines de semana me hacían entender que mi mamá era una mujer de contrastes y que no importaba que no me abrazara mucho, ahí me abrazaba con su mirada de campo en temporada de lluvia. Y así como desempacábamos la ropa de Tepoz, así mi madre desempacaba el aroma a hierbas que siempre la acompañaba, su sonrisa de río y su voz de rocío.