viernes, 27 de febrero de 2015

UNO DE ESOS DÍAS (LA VIDA SE COMPONE DE PARÉNTESIS)

Hoy es uno de esos días en lo que se siente demasiado. ¿Les ha pasado? ¿han tenido días así?

No se si lo que detonó esto fue un mensaje que recibí de mi amigo Joe en el que me informaba que su papá había muerto. Le dí mi más sentido pésame, después de un par de días le pregunté cómo estaba y su respuesta fue breve y dolorosa: "No hay muchas palabras hoy Adris, mi papá se fue"

Hoy no quería hablar sobre la muerte pero mis reflexiones me llevan hasta ahí, de manera inexorable y contundente como las palabras de mi amigo Joe.

En este día pienso que todo en esta vida es un paréntesis.

Existen paréntesis formidables como ese que fue mi infancia en casa de Moni Santiago en ese jardín plagado de árboles de ciruela, o en la alberca helada de casa de Crsiti Márquez.  Paréntesis que de pronto se cierran cuando llega la adolescencia, la mente se revuelve y la vida se confunde.

El año que viví en Francia, un paréntesis que aun ahora me cuesta trabajo ubicar en el contexto de mi vida; me fui siendo una niña y regresé, no se si más madura pero sí con los sueños más claros y mis futuros más certeros; pero con los sentimientos desordenados y un corazón que entendió lo que era desbordarse de amor. Con muchas lecciones aprendidas y la mejor de todas: que soy una mujer valiente.

Unos paréntesis se cierran demasiado pronto, como mi vida junto a la de mi padre;  y lo más doloroso es que no te das cuenta que se están cerrando,  sientes que la vida de tus seres queridos se va apagando y  te aferras a la idea de que ese paréntesis debe seguir abierto pero no sabes cómo mantenerlo así, y por más que trates, la vida dice otras cosas y elige otros caminos y no tienes más opción que cerrar el paréntesis. La muerte de los seres queridos hace eso, te deja sin palabras, cierra esos paréntesis de golpe y sólo te deja el desconcierto de vivir algo que tu definitivamente no elegiste.

No todos los paréntesis terminan con la muerte, es cierto. Unos se cierran simplemente porque creces (¿maduras? mmmm,  no siempre) y tus intereses se van por otros lados, otros es mejor cerrarlos para proteger el corazón y otros tantos paréntesis los mantienes abiertos porque no te das cuenta de que es hora de cerrarlos, de dejarlos en el pasado y los arrastras a tu vida como lastres que no te dejan avanzar.

Hoy es uno de esos días en los que las palabras se agolpan en la garganta y me producen un realisimo y literal dolor físico. Cabe la posibilidad de que sólo sea gripa, pero siendo complicada de nacimiento me niego a pensar que tanto y tanto sentimiento sea el producto de un resfriado. ¡Ojalá y todo esto fluyera con un par de estornudos! ¡achú! y listo ¡a empezar el día!

No quiero sonar oportunista como aquellos que van recolectando frasecitas a lo largo del camino y las van publicando a diestra y siniestra como si fueran producto de profundas reflexiones personales (lease Pablo Coelho), pero... aun con paréntesis dolorosos me queda la convicción de que la vida (mi vida, ¡ésta vida!) vale la pena pensarla, reflexionarla, sentirla y sobre todo ¡vivirla! a cada momento y con cada paréntesis que se abre. Disfrutar o sufrir mientras están abiertos. Cerrarlos cuando es preciso o mantenerlos abiertos y gozarlos mientras duren así: abiertos en el corazón,  amplios y llenos de ventanas en donde pueda correr el viento.

Hoy es uno de esos días en los que uno siente demasiado, lo supe desde el primer sorbo de café.






domingo, 22 de febrero de 2015

ENSAYO Y ERROR


No sé cuando voy a aprender que en ocasiones hay que esperar a que la vida misma te encuentre. No hay que salir en su búsqueda sino simplemente hay que sentarse a esperar. Contigo lo vivía día a día papá,  pero son de esas lecciones que uno nada más no aprende por más que se repasen y repasen en la cabeza. Tu sabías esperar y esperando disfrutabas cada momento de la vida.

A pesar de que mi mamá te apuraba a salir al encuentro de los días tu de vez en cuando, decidías sentarte en tu jardín a sentir, a palpar y a esperar y curiosamente la vida te traía cosas buenas, pero yo soy de las que trato de encontrar a la vida de golpe y quiero que todo me suceda aquí y ahora y no me siento a esperar a que la vida me encuentre de una manera tranquila y pausada. 

¿Te acuerdas cuando escalábamos el cerro en Tepoztlán? ¿Cuando me esperabas porque yo no podía seguirte el paso? Te detenías, me veías, sonreías y emprendías la marcha de nuevo. Yo te seguía siempre, era fácil verte entre la maleza porque eras alto como los árboles de guayabas y ancho como los de ciruela.

Recorríamos el mismo camino, pero siempre tuve la angustia de que me pasara lo que a Marito un amigo de mi primo Carlos,  que se cayó al acantilado en una tarde lluviosa en la subían a la cima de esa misma montaña. Él se desvió porque sabía un buen atajo y quería llegar antes que todos; pero ese día no llegó a la cima, ni antes ni después. De hecho ya no llegó antes o después a ningún lado en su vida porque se partió el cráneo a la mitad y quedó con una grave discapacidad mental. Dicen que fuiste tu papá el que se quedó junto a él esperando a que llegara la ayuda. 

No conocí a Marito,  o tal vez lo logré ver ahí tirado en el fondo del barranco en una que otra pesadilla,  pero oí su historia en mil versiones dependiendo del integrante de la familia que la contara y cada vez que la escuchaba pensaba que a veces no es bueno tomar atajos; es mejor recorrer el camino con todos los recovecos y desviaciones. Los atajos pueden salir contraproducentes como nos lo enseñó Marito.

Así, con el constante temor de que me pasara lo que a él, trataba de seguir tu paso .
“Papi ¿en dónde estás?”
“¡Uau Tutui!” me contestabas
“Creí que ya te me habías perdido, no camines tan rápido”
“Tú nunca te me vas a perder lombriz ¡nunca!”

Me aferraba a tu mano, y así esperaba a que el atardecer llegara, a que el olor a anís perfumara el campo y a que las estrellas cuajaran el cielo; y en esos momentos sabía con certeza que no había caso en apresurar las cosas,  porque todo sucedía cuando debía suceder. Y si no pasaba nada, ¡ya vendría el día siguiente!.

Pero las lecciones a veces se olvidan papá,  uno pierde el rumbo en la montaña y trata de tomar atajos. Se me pierde tu voz y me doy cuenta de que la vida no siempre viene con un mapa sino que hay que ir trazándolo sobre la marcha.  Ensayo y error…ensayo y error…ensayo y error…hasta que de nuevo escucho el eco de tu voz y por fin siento que voy en el camino correcto; y en esos breves momentos de lucidez sé que todo tiene su propio ritmo y no sirve de nada tomar atajos.

Nadie llega antes a donde debe llegar.

Ni antes ni después...




sábado, 7 de febrero de 2015

EL PATITO FEO Y LA CASA DE MIXCOAC

Cuando nació mi padre y su abuela lo vio  dijo “eso no puede ser hijo de Colombita”. Yo no sé si un bebé de tan sólo unas horas de nacido esté preparado para digerir un comentario tan extremadamente cruel, y tampoco sé si esto marque a un ser humano de por vida, pero conociendo a mi padre lo dudo. Tal vez el comentario le entró por un diminuto oído y le salió rápidamente por el otro, porque siempre fue la persona más alegre y llena de optimismo que he conocido en mi vida. Y después me enteré que en realidad era difícil que se creyera que él era hijo de Colombita porque mi abuela era la persona más amargada y adusta que ha pisado la faz de la tierra.

Yo no tuve la fortuna de conocerla, pero mi madre no tenía más que palabras de amargura acerca de su convivencia con Colombita. Se encargó de hacerle la vida imposible al grado de no cruzar con ella más que monosílabos. ¿La razón? Mi abuela materna, Calela,  estaba casada con un señor divorciado y eso no era permitido en la sociedad de esa época. Ninguna mujer decente se casa con un hombre que ha sido excomulgado por la iglesia. Como si mi mamá tuviera la culpa de ello...como si mi abuela hubiera tenido la culpa de enamorarse del hombre equivocado.

Supongo que fue una vida dura para mi madre, pero no más que la que tuvo cuando era pequeña; aunque el inmenso amor que le tuvo a mi padre la liberó de por vida a tal grado que Tita no necesitó nada más, en ocasiones llegué a pensar que sus hijos la estorbábamos un poco porque en realidad su universo era Chucho, su puerto, su ancla y su hogar. Su sur y su norte,  sus viajes por el cuerpo y por el alma. Chucho era su vida y mis hermanos y yo llegamos como intrusos a ese amor tan completo. Tal vez...

Y por ese amor logró sobrellevar esos días terribles en la casona de sus suegros, sólo hasta que mi padre pudiera construir una casa propia en un pedazo de terreno que le regalara  “papapa”.

Era una casa fea la de Mixcoac, a un costado de la casa de Colombita, pero no se qué tenía que siempre llegaba la luz a anidar ahí cada verano...y siempre llegaban los amigos a reposar el alma en cualquiera de sus recovecos. Ahí vivía  algo así como el reflejo de todas las estrellas en las noches de Abril, en cada habitación se podía sentir a la Osa Mayor y la Osa Menor y en la recámara de mis padres se sentía enterito el cinturón de Orión; era una casa con paredes de risas y sombras de gladiolas prensadas en cada rincón. Era la casa de mis padres y de tres colados llamados Mario, Gina y Adriana. 

Esa casa era el centro de todo:  de cosas malas, como cuando llegó mi abuela materna a vivir ahí cargando todo su dolor.  Era tan amargada Calela que ni siquiera captaba las bromas que le hacía mi papá. Recuerdo un día cuando veíamos la televisión en la biblioteca, el perro se aventó un tremendo pedo que apestó toda la habitación. Mi padre puso su sonrisa pícara y le dijo a mi abuela
 “-Oiga Doña, ¿pues qué comió?”-
 Todos soltamos la carcajada porque sabíamos que Calela era incapaz de hacer algo fuera de lugar. Ella sólo se levantó, y no le habló a mi padre por semanas enteras.

Y... de cosas buenas como aquellas comidas que organizaban mi papás con sus amigos de toda la vida, los Márquez, Los Santiago y Los Rosado y los amigos en turno que siempre eran bienvenidos. Recuerdo en particular a los integrantes del Tamba Trío, un grupo de músicos brasileños que hicieron de casa de los Santiago y de casa de mis papás sus hogares mexicanos. Estoy segura que en esas tardes empezó mi amor por el bossa nova; de inmediato me enamoré de su sensualidad y cadencia. 

En medio de todo ese mundo estaba Chucho que con su gran presencia lo alumbraba todo. Ese patito feo que fuera hijo de Colombita, era ahora el centro de nuestras vidas, como un pilar que lo soportaba todo. Siempre fue nuestra columna vertebral, nuestro puerto de llegada. Chuchin el de la sonrisa de cielo. El que nos aguantó a todos en la palma de sus manos y que se fue demasiado pronto de nuestras vidas. Mi patito feo, el que definitivamente no debía ser hijo de Colombita.


Eleuterio Mario, que se fue sin que yo le dijera demasiadas cosas.