Hoy siento la necesidad de hablar sobre los sueños...sobre mis sueños, y toco el tema porque estas últimas semanas no han sido las mejores para mí. Problemas económicos, problemas con los impuestos y problemas de salud. Nada serio, pero el malestar es suficiente para robarme la paz, y el buen humor (no que se necesite mucho para hacerlo, pero ahora la razón es poderosa y tangible). Un dolor constante es suficiente para arruinar el día a cualquiera. Así es que hoy decido acordarme de los sueños que se me han hecho realidad.
Hace algunos meses, en que en verdad no tenía nada de trabajo ¡pero nada!, decidí escribir una obra de teatro, utilizando vivencias personales, conversaciones con amigas, observando y empatizando con historias de mujeres a las que quiero entrañablemente; utilizando como fuente de inspiración la vida misma, lo cotidiano de muchas mujeres y un tema que está presente en nuestras existencias en mayor o menor medida: la violencia, pero no la de gritos y trancazos, sino esa violencia sutil, la violencia del diario que casi no se nota, sólo a través de comentarios, miradas, leves reproches; y la violencia que nos generamos hacia nosotras mismas al descuidar nuestra salud por poner muchas cosas antes que una visita al doctor. La escribí y mi sueño fue algún día llevarla a un escenario. Hoy ese sueño es una realidad. La obra lleva ya más semanas de las que esperábamos en un principio y es un sueño que me ha dado mucho: conocer a gente extraordinaria, reafirmar amistades, pero lo mejor de todo: que las personas que me quieren (incluyendo a mis hijos) fueran a verla para entender un poco más de mi y de mi trabajo. Creo que esa ha sido la mayor satisfacción en todo este maravilloso proceso.
No es el único sueño que se me ha hecho realidad. Mi papá nunca tuvo una muy buena educación, supongo que por la falta de recursos, así es que decidió estudiar por su cuenta. Era un lector incansable, le gustaba la historia y leía y leía sobre lo que le interesaba hasta llegar a ser bastante conocedor del tema. Pedía cuanto libro del National Geographic salía a la venta sobre culturas antiguas y "los devoraba" en poco tiempo. Cuando tuvo la oportunidad de viajar, lo hizo, con Tita por supuesto y a veces con nosotros, sus tres hijos. Viajar con él era un verdadero placer porque al llegar a los lugares, mi papá ya sabía todo sobre su historia y nos servía de guía. No hubieron muchos viajes es cierto, pero lo suficientemente enriquecedores como para oxigenar el alma cuando siento que me asfixio.
Así es que trato, en la medida de lo posible, viajar. Y he hecho lindos viajes con mi familia. Decido "echar la casa por la ventana" en cada viaje que hacemos porque sé el valor que tienen, la convivencia que se da, lo que aprendes, lo que vives y sobre todo los recuerdos que generan. Por ahora, la situación económica me ha robado la posibilidad de viajar, pero los recuerdos persisten en mi mente como burbujas de aire a las que me introduzco para respirar un poco, sobre todo ahora que las cosas no están nada fáciles. Los viajes hechos con mis hijos son momentos inolvidables de convivencia y amor. No son otra cosa que sueños hechos realidad y soy afortunada por haberlos cumplido.
Otro sueño que se cumplió (que lo cumplió mi mamá de una manera indirecta) fue el de tener una cocina con vista a un jardín. Cuando murió y pudimos (Mario y yo) comprar la casa de mi madre a mis hermanos, por fin tuve una cocina con vista a un jardincito. Levantarme cada mañana para poner el café y asomarme a esa ventana me llena de alegría...un sueño cumplido más. Mi casa me llena de felicidad y ese es un sueño constante, que prevalece y que se filtra en toda mi realidad. Y por conservar este sueño es que me levanto cada mañana a enfrentar la vida.
Día a día se cumplen sueños supongo, lo que pasa es que no siempre estamos en alerta como para detectarlos.
Sueños pequeños que se van cumpliendo uno a uno y que en conjunto hacen la vida más llevadera.
Sueños que al final del día te das cuenta de que fue mejor que no se cumplieran (porque los hay) Sueños que sueñas despierta y otros que llegan cuando has conciliado el sueño.
Sueños que sueñas cuando caminas en las mañanas y que se convierten en proyectos si es que tienes la suerte de asirte a ellos.
Sueños que sueñas cuando estás bajo el chorro de la regadera y que se olvidan en el momento en el que te secas con la toalla.
Sueños que sueñas cuando decides que tu vida debe ser otra.
Sueños que sueñas cuando te encuentras con los amigos.
Sueños que sueñas cuando la vida se vuelve hostil y complicada.
Sueños en los que te refugias cuando el camino es cuesta arriba
sueños que dejas de soñar cuando te das cuenta de que sólo te haces daño
Sueños que son como espejismos, que sólo te engañan
Sueños que te abren posibilidades
Sueños que te ayudan a sobrellevar momentos complicados
Sueños a los que eres sólo una invitada más
Sueños que son como ventanas que se abren para dejar que corra el aire.
Sueños que asfixian
Sueños que liberan
Sueños que sueñas cuando sueñas que sueñas.
Los sueños llegan y se van en un instante. Reconocer esos breves segundos en los que los sueños llegan es tarea de cada quién. Porque los sueños así son: efímeros (¡qué linda palabra!) .
domingo, 10 de julio de 2016
miércoles, 22 de junio de 2016
LAS MUJERES DE MI VIDA
Hoy por la mañana cuando me estaba bañando, escuché en el patio de servicio que queda justo arriba del tragaluz de mi baño, a Elena y Conchita "en pleno güiri-güiri" como diría mi mamá y pensé en lo agradable que era escucharlas platicar. Debí haberles dicho que se pusieran a trabajar, pero de inmediato pensé en lo bueno que era que conversaran y tuvieran ese rato agradable en su trabajo. Ellas siguieron en la plática, pero ¡qué más daba! la limpieza de la casa se haría tarde o temprano.
También pensé en lo afortunada que era por tenerlas en mi vida. Al día de hoy tengo más ayuda de la que necesito, lo sé, porque además tengo a Francisca que cocina dos veces por semana y Chela, la señora que lava la ropa en casa y que me conoce desde que yo tenía 2 años, ¡exacto! hace 53. Llego a pensar que mi casa es como una pequeña empresa porque doy trabajo a cinco personas si incluyo al jardinero quien fuera empleado de mi mamá y ahora hace mi jardincito. Se que podría prescindir de ellos, y más ahora que la situación económica no es la mejor, pero no lo haré y me seguiré "haciendo bolas" para pagarles semana con semana. Conchita, quien vive conmigo, ayuda a sus papás en Puebla, Elena mantiene a su familia trabajando en varias casas y como cantante en bodas y otros eventos los fines de semana; Francisca deja a su hijo en la guardería por poder trabajar en mi casa y Chela...¡Chela! no me puedo imaginar mi vida sin ella: desde que me casé me ha seguido a todas mis casas, sin chistar porque alguna le quedara más lejos. Chela, la que lava y almidona los manteles que heredé de mi mamá a la perfección y que me hace arreglos de costura y la que tiene tal fuerza en los brazos que abre cualquier frasco. ¿Cómo prescindir de alguna de ellas? ¿cómo quitarles su fuente de trabajo?
Ellas son las mujeres de mi vida, porque de una manera dedicada y silenciosa hacen posible que yo lleve mi vida y eso no es poco.
En el pasado, de no haber sido por Licha, que estuvo conmigo cuando mis hijos eran pequeños, yo no hubiera podido trabajar y realizarme como profesional, así de sencillo. ¿Cómo no estarle eternamente agradecida? Gracias a que ella se quedaba en casa, cuidando a mis hijos y atendiendo el hogar, es que yo podía ir a la oficina.
He tenido la enorme fortuna de haber crecido con este tipo de mujeres, trabajadoras, optimistas y con una actitud (entre optimista y estoica) muy peculiar ante la vida. Panchita, de la que ya les he hablado, la cocinera de casa de mis papás, que me dió grandes lecciones en su forma de hablar mitad mixteco y mitad español. A ella le debo el gusto por la cocina, el entender la importancia de respetar a a los mayores, a los muertos (siempre que hablábamos de alguien que ya había fallecido debíamos mencionarlo como "el difunto", así, Simón, el que murió en el incendio de la gasolinera pasó a ser "el difunto Simón") y a la vida en general. Elvira, mi nana que me peinaba pacientemente todas las mañanas, a ella le debo la importancia de empezar mis días con canciones, con palabras dulces y regaños suaves. Ella era mi mamá de las mañanas, antes de irme a la escuela y antes de irme a Liverpool con mi mamá de sangre. Cupertina, que lavaba y planchaba la ropa de manera impecable, de ella aprendí el valor del orden, del detalle y de hacer las cosas bien o mejor no hacerlas, lecciones que frecuentemente se me olvidan. Todos mis recuerdos están atados a ellas, Panchis, Elvis y Cuper (mi tío Nacho Márquez decía que mi mamá le ponía nombres de astronautas a sus empleadas del hogar), gracias a ellas mi vida en Sarto 11-A fue placentera. Las recuerdo con su uniforme de gala cuando algunos funcionarios de le empresa en la que trabajaba mi papá venían a visitarnos y había cenas formales. Un uniforme negro con delantal blanco, que lo portaban con dignidad.
Recuerdo cuando Elvis se fue porque se enamoró del muchacho que atendía la vidriería de "a la vuelta" y hasta la fecha siguen casados, y cuando Cuper también se enamoró perdidamente de Federico, uno de los empleados de la gasolinera de mi Tío Luis y acabó casándose con él y formar una linda familia. Y se fueron hacia un futuro prometedor porque mi mamá siempre tuvo la atención de enseñarles corte y confección, oficio del que vivieron ambas por mucho tiempo, haciendo ropa para muñecas y uniformes escolares.
Elvis todavía me visita y me trae regalos, un arbolito, una fotografía de cuando yo era bebé enmarcado en flores rosas y un arcángel San Miguel para que cuide mi casa y a la que le compro productos Herbalife que es lo que vende para sostenerse a pesar de su avanzada edad, porque este país es demasiado cruel con sus ancianos y nos les procura un bienestar después de que han trabajado toda una vida.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me forjaron y me enseñaron el valor del trabajo y que una mujer no se detiene a pensar cómo hacer para mantener a una familia: va y lo hace.
Comprendo que esta entrada sonará tremendamente elitista, Todavía llevo a cuestas el regaño de una amiga vía Facebook cuando publiqué que para calmarme me gustaba regar mi jardín. ¡Me fue como en feria! porque me dijo, y con toda la razón, que era afortunada de tener siquiera agua para regar el cuando mucha gente carecía de ese servicio. Pero esta es mi vida, una vida que me gusta retratar con palabras y de la que presumo porque desde que salí de casa de mis papás, mi marido y yo la hemos forjado con "el sudor de nuestra frente", y de la que me siento orgullosa.
Una vida en la que procuro darle trabajo aunque sea a cinco personas.
Estoy consciente de lo afortunada que fui y que soy por tener a mi alrededor todas estas mujeres de las que aprendo día con día y que me han enseñado a ser mejor mujer.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me ayudan a ser feliz. Ni más ni menos.
También pensé en lo afortunada que era por tenerlas en mi vida. Al día de hoy tengo más ayuda de la que necesito, lo sé, porque además tengo a Francisca que cocina dos veces por semana y Chela, la señora que lava la ropa en casa y que me conoce desde que yo tenía 2 años, ¡exacto! hace 53. Llego a pensar que mi casa es como una pequeña empresa porque doy trabajo a cinco personas si incluyo al jardinero quien fuera empleado de mi mamá y ahora hace mi jardincito. Se que podría prescindir de ellos, y más ahora que la situación económica no es la mejor, pero no lo haré y me seguiré "haciendo bolas" para pagarles semana con semana. Conchita, quien vive conmigo, ayuda a sus papás en Puebla, Elena mantiene a su familia trabajando en varias casas y como cantante en bodas y otros eventos los fines de semana; Francisca deja a su hijo en la guardería por poder trabajar en mi casa y Chela...¡Chela! no me puedo imaginar mi vida sin ella: desde que me casé me ha seguido a todas mis casas, sin chistar porque alguna le quedara más lejos. Chela, la que lava y almidona los manteles que heredé de mi mamá a la perfección y que me hace arreglos de costura y la que tiene tal fuerza en los brazos que abre cualquier frasco. ¿Cómo prescindir de alguna de ellas? ¿cómo quitarles su fuente de trabajo?
Ellas son las mujeres de mi vida, porque de una manera dedicada y silenciosa hacen posible que yo lleve mi vida y eso no es poco.
En el pasado, de no haber sido por Licha, que estuvo conmigo cuando mis hijos eran pequeños, yo no hubiera podido trabajar y realizarme como profesional, así de sencillo. ¿Cómo no estarle eternamente agradecida? Gracias a que ella se quedaba en casa, cuidando a mis hijos y atendiendo el hogar, es que yo podía ir a la oficina.
He tenido la enorme fortuna de haber crecido con este tipo de mujeres, trabajadoras, optimistas y con una actitud (entre optimista y estoica) muy peculiar ante la vida. Panchita, de la que ya les he hablado, la cocinera de casa de mis papás, que me dió grandes lecciones en su forma de hablar mitad mixteco y mitad español. A ella le debo el gusto por la cocina, el entender la importancia de respetar a a los mayores, a los muertos (siempre que hablábamos de alguien que ya había fallecido debíamos mencionarlo como "el difunto", así, Simón, el que murió en el incendio de la gasolinera pasó a ser "el difunto Simón") y a la vida en general. Elvira, mi nana que me peinaba pacientemente todas las mañanas, a ella le debo la importancia de empezar mis días con canciones, con palabras dulces y regaños suaves. Ella era mi mamá de las mañanas, antes de irme a la escuela y antes de irme a Liverpool con mi mamá de sangre. Cupertina, que lavaba y planchaba la ropa de manera impecable, de ella aprendí el valor del orden, del detalle y de hacer las cosas bien o mejor no hacerlas, lecciones que frecuentemente se me olvidan. Todos mis recuerdos están atados a ellas, Panchis, Elvis y Cuper (mi tío Nacho Márquez decía que mi mamá le ponía nombres de astronautas a sus empleadas del hogar), gracias a ellas mi vida en Sarto 11-A fue placentera. Las recuerdo con su uniforme de gala cuando algunos funcionarios de le empresa en la que trabajaba mi papá venían a visitarnos y había cenas formales. Un uniforme negro con delantal blanco, que lo portaban con dignidad.
Recuerdo cuando Elvis se fue porque se enamoró del muchacho que atendía la vidriería de "a la vuelta" y hasta la fecha siguen casados, y cuando Cuper también se enamoró perdidamente de Federico, uno de los empleados de la gasolinera de mi Tío Luis y acabó casándose con él y formar una linda familia. Y se fueron hacia un futuro prometedor porque mi mamá siempre tuvo la atención de enseñarles corte y confección, oficio del que vivieron ambas por mucho tiempo, haciendo ropa para muñecas y uniformes escolares.
Elvis todavía me visita y me trae regalos, un arbolito, una fotografía de cuando yo era bebé enmarcado en flores rosas y un arcángel San Miguel para que cuide mi casa y a la que le compro productos Herbalife que es lo que vende para sostenerse a pesar de su avanzada edad, porque este país es demasiado cruel con sus ancianos y nos les procura un bienestar después de que han trabajado toda una vida.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me forjaron y me enseñaron el valor del trabajo y que una mujer no se detiene a pensar cómo hacer para mantener a una familia: va y lo hace.
Comprendo que esta entrada sonará tremendamente elitista, Todavía llevo a cuestas el regaño de una amiga vía Facebook cuando publiqué que para calmarme me gustaba regar mi jardín. ¡Me fue como en feria! porque me dijo, y con toda la razón, que era afortunada de tener siquiera agua para regar el cuando mucha gente carecía de ese servicio. Pero esta es mi vida, una vida que me gusta retratar con palabras y de la que presumo porque desde que salí de casa de mis papás, mi marido y yo la hemos forjado con "el sudor de nuestra frente", y de la que me siento orgullosa.
Una vida en la que procuro darle trabajo aunque sea a cinco personas.
Estoy consciente de lo afortunada que fui y que soy por tener a mi alrededor todas estas mujeres de las que aprendo día con día y que me han enseñado a ser mejor mujer.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me ayudan a ser feliz. Ni más ni menos.
martes, 14 de junio de 2016
EL SOFT BALL Y LA CHAROLA DE PLATA DE TITA.
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. Jugaba squash con sus amigos sin haber tomado siquiera una clase y ganaba y por supuesto eso causaba gran enojo entre los que tomaban lecciones regularmente para perfeccionar su juego. Es cierto, no jugaba con gran técnica pero sí con aplomo y habilidad física, lo que lo hacía mejor que muchos jugadores. Para algunas cosas mi papá era arrojado y seguro de sí mismo; de hecho un día que paseaba a sus perros por San Jerónimo se encontró de frente al Lic. Luis Echeverría (al que también le gustaba pasear por esas calles) y le dijo que a ver cuando lo invitaba a jugar tenis a su flamante cancha. Él le dijo que sí, y cuando supimos la noticia todos pensamos sin expresarlo, que ojalá y mi papá se dejara ganar. Por fortuna el licenciado era bastante malo para el deporte en cuestión, supongo que como mucha gente de dinero sólo quiere tener cosas en sus casas no para utilizarlas, sino sólo decir que las tienen (está bien, aquí hay un destello de resentimiento social) . También recuerdo cuando Paul Newman y Robert Redford que entonces era casi un desconocido, filmaron Butch Cassidy cerca de la casa en Tepoztlán, y mi papá se acercó a ellos como si los conociera de toda la vida y platicó largo y tendido. Así era mi papá, con el aplomo necesario para disfrutar muchas cosas en la vida.
Mi papá disfrutaba la vida, eso era lo que hacía, o por lo menos así lo percibo a la distancia.
En estos día no me he podido quitar de la cabeza un recuerdo que es el motivo de esta entrada, así es que empiezo de nuevo:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. De joven jugó soft ball y era bastante bueno, en un equipo de alemanes, cuando él no tenía ni una gota de sangre germana, pero ahí estaba él, el flamante catcher del equipo y siendo noticia por doquier. "El Oso Hammeken hizo esto y lo otro". Por supuesto que coleccionó trofeos al por mayor. Trofeos que desplegaba con orgullo en la biblioteca de nuestra casa de Sarto. Tal vez si los trofeos hubieran sido más bonitos nada de lo que voy a relatar hubiera pasado, pero no sé por qué se empeñan en hacer los trofeos feos y estorbosos. Y seguro mi mamá pensaba lo mismo, porque un día tomo todos los trofeos del Oso y decidió fundiros en una flamante charola de plata. Muy linda la charola y eso sí, al reverso tenía grabado: "recuerdo de los trofeos de E. Mario Hammeken, de los años tal a tal" . ¡Todos los trofeos ganados durante toda una vida convertidos en una charola!. "Pero es que estaban muy feos mi vida y yo no iba a poner algo tan feo en mi nueva biblioteca de San Jerónimo" le dijo Tita . Para la casa de Mixcoac los trofeos no estaban tan mal, pero la de Callejón de las Cruces era otra cosa. No recuerdo si mi papá se enojó o no, y esa era otra cosa asombrosa en él, nunca gritaba, nunca se enojaba con mi mamá, o por lo menos no enfrente de mí y eso es algo que agradezco enormemente, porque siempre me dio un sentido de vivir en un hogar estable. Tal vez sólo respiró hondo y aceptó que en verdad era una charola muy bonita y que pudo haber estado lisa pero ¡no! al reverso tenía una inscripción que daba fe de sus glorias pasadas. Inscripción, supongo que demostraba el amor que mi mamá le tenía. Así es que decidió que esa sería la charola en la que serviría el pavo todas las navidades. Y seguramente decidió que el incidente no era lo suficientemente importante como para amargarle sus días.
Y pensando en esto me viene a la mente otro recuerdo que puede empezar con la misma línea:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes, hasta que tuvo un horrible accidente en Veracruz Puerto, en el que se deshizo la cabeza del fémur. Estuvo dos días en una clínica del Seguro Social, en donde el personal médico no se preocupó por atenderlo. Lo tuvieron en una plancha de acero y ni siquiera una enfermera se acercó para darle algún calmante o de comer. Si lo hubieran atendido apropiadamente, su condición no se hubiera agravado tanto y el no hubiera tenido qué usar bastón por el resto de sus días. Cuando llegó a la ciudad, lo atendieron en el Centro Médico, con un cirujano maravilloso, una operación perfecta pero unos cuidados post operatorios de terror. Las enfermeras era unas verdaderas tiranas, a las que no se les podía decir o pedir nada. Fueron días difíciles para todos, no corría peligro de muerte pero era un hecho que la vida de mi papá cambiaría. Pero aun ahí, en esa habitación de hospital que compartía con un obrero al que le había caído un montacargas encima y había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo y que, cuando hacía sus necesidades en la noche sin darse cuenta, las enfermeras no acudían hasta el día siguiente para cambiarle las sábanas en medio de gritos y malas caras. Era mi mamá quien le llevaba los pañales, el papel de baño y comida a ese pobre hombre porque nadie se ocupaba de él. Y aun en medio del horror, Chuchín encontraba la manera de pasarla bien, de conversar con su compañero de cuarto y de sacar lo mejor de una situación que parecía no tener nada bueno.
Recuerdo cuando nos contó llorando de la risa (literal) la anécdota con "el quemado". Resulta que en ese hospital, tenían a los accidentados por pisos. Los quemados en el tercero, los fracturados en el cuarto, etc. Pero en esa época, el piso de los quemados se había saturado así es que pasaron a un pobre muchacho que se había quemado todo el torso con aceite, al piso de los fracturados. Hasta ahí todo iba muy bien. Lo malo para el muchacho empezó, cuando éste decidió ir a visitar a un compañero de cuarto a su cama, el compañero tenía fracturada la pierna y había que enyesar. Por azares del destino, el muchacho quiso ir al baño y lo llevaron en una precaria silla de ruedas, razón por la cual tuvo qué abandonar su cama. Justo en ese momento, entró la enfermera, vociferando que se debía llevar al paciente de la cama 5 para enyesarle la pierna. El muchacho quemado (el que sólo fue a visitar a su compañero de cuarto) quiso explicarle que él no era el ocupante original de la cama, que el fracturado estaba en el baño y que él era uno de los quemados que habían cambiado de piso, pero ninguno de estos argumentos pareció ser lo suficientemente convincente para la enfermera que sólo dijo: "Usted esta en la cama 5 y aquí dice que debo llevar a enyesar al de la cama 5" y así fue que el muchacho quemado acabó con una pierna perfectamente sana enyesada del muslo al tobillo. Fue a contárselo a mi papa, porque para ese entonces él ya se había convertido en escucha de muchos pacientes y Chuchín, con el riesgo de desajustar su flamante y nuevísima prótesis lloraba y se sacudía de la risa y el muchacho quemado acabó por reír con él.
Así era mi papá, con el aplomo suficiente para encontrar lo mejor de cualquier situación. Porque en días negros como el de hoy en el que me regodeo en el pasado y siento un nudo en la garganta por el temor que le tengo al futuro, comprendo que se necesita aplomo para vivir en el aquí y ahora. Y mi papá lo tenía; porque había tenido su dosis de sufrimientos, no lo dudo y también tenía sus temores hacia el futuro, estoy casi segura, pero él siempre logró que su presente y por añadidura nuestro presente, fuera agradable.
Esa charola de plata ya no está con nosotros, la robaron junto con muchas otras cosas un día en el que mis papás estaban de viaje y entraron unos hombres armados a llevarse todo lo que pudieron.
Me hubiera gustado heredar esa charola, pero me consuelo pensando en que probablemente no me hubiera tocado a mí sino a mi hermano Mario, el mayor.
Eso no importa, tengo algunas otras cosas de mi papá que me recuerdan de manera constante que para ser feliz se necesita tener aplomo. La felicidad no viene "de a gratis".
Mi papá disfrutaba la vida, eso era lo que hacía, o por lo menos así lo percibo a la distancia.
En estos día no me he podido quitar de la cabeza un recuerdo que es el motivo de esta entrada, así es que empiezo de nuevo:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. De joven jugó soft ball y era bastante bueno, en un equipo de alemanes, cuando él no tenía ni una gota de sangre germana, pero ahí estaba él, el flamante catcher del equipo y siendo noticia por doquier. "El Oso Hammeken hizo esto y lo otro". Por supuesto que coleccionó trofeos al por mayor. Trofeos que desplegaba con orgullo en la biblioteca de nuestra casa de Sarto. Tal vez si los trofeos hubieran sido más bonitos nada de lo que voy a relatar hubiera pasado, pero no sé por qué se empeñan en hacer los trofeos feos y estorbosos. Y seguro mi mamá pensaba lo mismo, porque un día tomo todos los trofeos del Oso y decidió fundiros en una flamante charola de plata. Muy linda la charola y eso sí, al reverso tenía grabado: "recuerdo de los trofeos de E. Mario Hammeken, de los años tal a tal" . ¡Todos los trofeos ganados durante toda una vida convertidos en una charola!. "Pero es que estaban muy feos mi vida y yo no iba a poner algo tan feo en mi nueva biblioteca de San Jerónimo" le dijo Tita . Para la casa de Mixcoac los trofeos no estaban tan mal, pero la de Callejón de las Cruces era otra cosa. No recuerdo si mi papá se enojó o no, y esa era otra cosa asombrosa en él, nunca gritaba, nunca se enojaba con mi mamá, o por lo menos no enfrente de mí y eso es algo que agradezco enormemente, porque siempre me dio un sentido de vivir en un hogar estable. Tal vez sólo respiró hondo y aceptó que en verdad era una charola muy bonita y que pudo haber estado lisa pero ¡no! al reverso tenía una inscripción que daba fe de sus glorias pasadas. Inscripción, supongo que demostraba el amor que mi mamá le tenía. Así es que decidió que esa sería la charola en la que serviría el pavo todas las navidades. Y seguramente decidió que el incidente no era lo suficientemente importante como para amargarle sus días.
Y pensando en esto me viene a la mente otro recuerdo que puede empezar con la misma línea:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes, hasta que tuvo un horrible accidente en Veracruz Puerto, en el que se deshizo la cabeza del fémur. Estuvo dos días en una clínica del Seguro Social, en donde el personal médico no se preocupó por atenderlo. Lo tuvieron en una plancha de acero y ni siquiera una enfermera se acercó para darle algún calmante o de comer. Si lo hubieran atendido apropiadamente, su condición no se hubiera agravado tanto y el no hubiera tenido qué usar bastón por el resto de sus días. Cuando llegó a la ciudad, lo atendieron en el Centro Médico, con un cirujano maravilloso, una operación perfecta pero unos cuidados post operatorios de terror. Las enfermeras era unas verdaderas tiranas, a las que no se les podía decir o pedir nada. Fueron días difíciles para todos, no corría peligro de muerte pero era un hecho que la vida de mi papá cambiaría. Pero aun ahí, en esa habitación de hospital que compartía con un obrero al que le había caído un montacargas encima y había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo y que, cuando hacía sus necesidades en la noche sin darse cuenta, las enfermeras no acudían hasta el día siguiente para cambiarle las sábanas en medio de gritos y malas caras. Era mi mamá quien le llevaba los pañales, el papel de baño y comida a ese pobre hombre porque nadie se ocupaba de él. Y aun en medio del horror, Chuchín encontraba la manera de pasarla bien, de conversar con su compañero de cuarto y de sacar lo mejor de una situación que parecía no tener nada bueno.
Recuerdo cuando nos contó llorando de la risa (literal) la anécdota con "el quemado". Resulta que en ese hospital, tenían a los accidentados por pisos. Los quemados en el tercero, los fracturados en el cuarto, etc. Pero en esa época, el piso de los quemados se había saturado así es que pasaron a un pobre muchacho que se había quemado todo el torso con aceite, al piso de los fracturados. Hasta ahí todo iba muy bien. Lo malo para el muchacho empezó, cuando éste decidió ir a visitar a un compañero de cuarto a su cama, el compañero tenía fracturada la pierna y había que enyesar. Por azares del destino, el muchacho quiso ir al baño y lo llevaron en una precaria silla de ruedas, razón por la cual tuvo qué abandonar su cama. Justo en ese momento, entró la enfermera, vociferando que se debía llevar al paciente de la cama 5 para enyesarle la pierna. El muchacho quemado (el que sólo fue a visitar a su compañero de cuarto) quiso explicarle que él no era el ocupante original de la cama, que el fracturado estaba en el baño y que él era uno de los quemados que habían cambiado de piso, pero ninguno de estos argumentos pareció ser lo suficientemente convincente para la enfermera que sólo dijo: "Usted esta en la cama 5 y aquí dice que debo llevar a enyesar al de la cama 5" y así fue que el muchacho quemado acabó con una pierna perfectamente sana enyesada del muslo al tobillo. Fue a contárselo a mi papa, porque para ese entonces él ya se había convertido en escucha de muchos pacientes y Chuchín, con el riesgo de desajustar su flamante y nuevísima prótesis lloraba y se sacudía de la risa y el muchacho quemado acabó por reír con él.
Así era mi papá, con el aplomo suficiente para encontrar lo mejor de cualquier situación. Porque en días negros como el de hoy en el que me regodeo en el pasado y siento un nudo en la garganta por el temor que le tengo al futuro, comprendo que se necesita aplomo para vivir en el aquí y ahora. Y mi papá lo tenía; porque había tenido su dosis de sufrimientos, no lo dudo y también tenía sus temores hacia el futuro, estoy casi segura, pero él siempre logró que su presente y por añadidura nuestro presente, fuera agradable.
Esa charola de plata ya no está con nosotros, la robaron junto con muchas otras cosas un día en el que mis papás estaban de viaje y entraron unos hombres armados a llevarse todo lo que pudieron.
Me hubiera gustado heredar esa charola, pero me consuelo pensando en que probablemente no me hubiera tocado a mí sino a mi hermano Mario, el mayor.
Eso no importa, tengo algunas otras cosas de mi papá que me recuerdan de manera constante que para ser feliz se necesita tener aplomo. La felicidad no viene "de a gratis".
lunes, 7 de marzo de 2016
EL TÍO JORGE ROSADO
Los sábados por la mañana, sin excepción alguna, mi papá regaba su jardín, pero lo hacía con el agua del vecino, y ese vecino era el tío Jorge Rosado. Resulta que en la casa de Callejón de las Cruces a él todavía no la ponían toma de agua, lo que hacía posible que mi papá pudiera regar sin remordimiento y costo alguno. Y todos los sábados mi papá le reclamaba que la rama de nuestro chabacano que daba a su casa, siempre era la más frondosa y cargada de frutos, como si fuera su culpa. Así eran los sábados por la mañana en esas casas, construidas a la par por los dos amigos e ideadas con amor y paciencia por sus dos mujeres: mi tía Chita y mi mamá. Ellos dos compraron el terreno en San Jerónimo, en una época en la que las calles eran brechas todavía y vestigios de un río lodoso, Don Chencho, el dueño era un terrateniente que no se asumía como tal pero que tenía miles de metros en esa colonia, que pronto se convertiría en una de las más bellas de la zona sur de la ciudad, o por lo menos eso pensaba yo.
Después del riego del jardín y de una mañana tranquila, el tío Jorge y mi papá se encaminaban al mercado de San Juan a comprar los ingredientes para la "Olla Podrida" que mi padre cocinaba con toda dedicación durante horas, receta extraída del libro de Cándido, Mesonero Mayor de Castilla que ahora pertenece a mi hijo Gonzalo como herencia de un abuelo al que ama de oídas, siempre acompañado por Jorge Rosado, aquél amigo que compartía ese enorme gusto por la comida. En ocasiones se les unía el vecino de enfrente, Alberto Mendoza, él ya estaba en el callejón cuando nosotros llegamos y le venimos a interrumpir su mundo tranquilo y casi campirano. Tiempo después nos confesó que no le caímos nada bien a nuestra llegada porque en la construcción se tuvo que tirar un gran árbol que tapaba nuestra cochera, pero en defensa nuestra,el árbol ya estaba enfermo. Mi padre nunca en su vida hubiera tirado un árbol sano, Así amaba él la naturaleza.
Poco a poco los Mendoza empezaron a formar parte del círculo de amigos hasta convertirse en invitados imprescindibles de esos sábados.
El tío Jorge siempre se tomaba el tiempo de conversar con niños y jóvenes en una época en la que los adultos no hacían eso. Siempre fue un gran conversador, se interesaba por tus cosas y te preguntaba por tus gustos y aficiones y nosotros siempre estábamos dispuestos a escuchar sus aventuras ya que tuvo una vida poco convencional y entre sus muchas andanzas fue corredor de autos. Su risa, profunda y escandalosa abarcaba la terraza entera y su voz profunda siempre era un indicativo de que estabas en casa y entre gente querida. Mi papá siempre le tuvo un cariño muy especial, será porque las almas nobles se juntan de vez en cuando.
Eran un grupo de amigos compacto y completo: los Márquez, con el tío Nacho y sus bromas, la tía Cristy, una de las mujeres más bellas que he conocido, con una sonrisa dulce, una mirada suave y una voz cantarina. El tío Jorge y la tía Chita Rosado con su siempre melodioso acento yucateco y sus palabras que te envolvían en un ambiente de tranquilidad y alegría, Alberto Mendoza y Conchita con su algarabía española y deseo por disfrutar cada minuto de la vida; deseo que se le quedó pegado al cuerpo desde los días en los que tuvo qué caminar los Pirineos en pleno invierno durante la Guerra Civil y pasó hambre y frío, y que la acompañó en ese barco que vino a dar a México. Esa infancia de carencias la convirtieron en una mujer generosa y alegre como una castañuela. Los Santiago a veces se unían a estas tertulias, pero la cosa es que el tío Adolfo, aunque adoraba a mi padre y a mi tío Jorge, era una persona reservada y muy celosa de su tiempo por lo que prefería quedarse en casa a tocar melodiosas piezas de bossa nova, y la tía Lucy prefería leer y asolearse en bikini en su casa de Las Águilas, ella era una mujer diferente en todos los sentidos, con un deseo de cultura que no tenían las demás mujeres de sus tiempos, tanto así que fundó el "Centro de Estudios" en donde se impartían clases de historia, literatura, antropología e historia del arte. Ejemplar y diferente sin duda alguna.
De ese grupo ya sólo quedan la tía Lucy, tía Chita y Conchita. El tío Jorge murió hace unos días apenas. Y ahora que con su muerte rememoro esos días, me doy cuenta de lo afortunada que fui por crecer rodeada de todas esas personas que circulaban por nuestras vidas como circula el viento a través de las ventanas. Y nosotros abríamos las ventanas de la casa de Callejón de las Cruces con gusto porque nos gustaba la presencia de todos ellos que nos hacían la vida mucho más placentera.
El tío Jorge permitía que mi papá regara el jardín con su agua, nuestras vidas con su conversación y los sábados con sus risas.
Hace tiempo que no lo veía, pues se fue a vivir a Mérida, su ciudad natal y a la que siempre quiso entrañablemente; ahí llevaba una vida tranquila y cálida. Muy de Mérida pues. Me dice mi prima Pía (que no es prima de sangre sino del alma) que murió tranquilo y que como último acto en este mundo se comió una torta de cohcinita pibil, para después desvanecerse en la regadera y finalmente morir en pocos minutos.
No puedo pensar en una mejor muerte para el tío Jorge que comiendo.
Seguro en esos últimos minutos recordó a mi papá y sus viajes a San Juan. Seguro lo hizo porque es algo que ambos disfrutaban enormemente. Seguro recordó el momento en el que probaban los embutidos que agregarían al guiso, elegían las verduras y aspiraban el aroma de los manojos de hierbas finas. Seguro pensó en eso.
¡Qué tiempos aquellos!
Pero la amistad entre todos ellos fue tan fuerte que los hijos de esos matrimonios nos frecuentamos y nos decimos primos, algunos de ellos me atrevo a decir que son más hermanos que otra cosa, todos tenemos vidas diferentes pero encontramos la manera de conectarnos de vez en cuando, porque con todos ellos crecimos y nos hicimos dolorosamente adultos.
Todos recordamos la entrañable amistad que unía a nuestros padres y yo recuerdo la sonrisa de la tía Cristy, las bromas del tío Nacho, la alegría de Conchita y el tono de voz siempre estridente de Alberto, y recuerdo la guitarra y la voz suave del tío Adolfo, y la mirada suspicaz de la Tía Lucy; recuerdo la voz profunda y dulce dela tía Chita cuando cantaba sones yucatecos y por supuesto recuerdo la voz del tío Jorge cuando le reclamaba a mi papá que iba a acabar con el agua de todo el DF la regar su jardín. De todo eso me acuerdo y me siento inmensamente afortunada.
La vida para ellos no estuvo exenta de obstáculos y sinsabores, pero si hay algo que aprender de ese pasado es que la amistad todo lo puede, todo lo soporta y todo lo sobrelleva,
Descansa en paz querido Tío Jorge, ya estarás junto con todos aquellos amigos que se te adelantaron en el camino. Gracias por el agua para regar el jardín de mi papá.
Después del riego del jardín y de una mañana tranquila, el tío Jorge y mi papá se encaminaban al mercado de San Juan a comprar los ingredientes para la "Olla Podrida" que mi padre cocinaba con toda dedicación durante horas, receta extraída del libro de Cándido, Mesonero Mayor de Castilla que ahora pertenece a mi hijo Gonzalo como herencia de un abuelo al que ama de oídas, siempre acompañado por Jorge Rosado, aquél amigo que compartía ese enorme gusto por la comida. En ocasiones se les unía el vecino de enfrente, Alberto Mendoza, él ya estaba en el callejón cuando nosotros llegamos y le venimos a interrumpir su mundo tranquilo y casi campirano. Tiempo después nos confesó que no le caímos nada bien a nuestra llegada porque en la construcción se tuvo que tirar un gran árbol que tapaba nuestra cochera, pero en defensa nuestra,el árbol ya estaba enfermo. Mi padre nunca en su vida hubiera tirado un árbol sano, Así amaba él la naturaleza.
Poco a poco los Mendoza empezaron a formar parte del círculo de amigos hasta convertirse en invitados imprescindibles de esos sábados.
El tío Jorge siempre se tomaba el tiempo de conversar con niños y jóvenes en una época en la que los adultos no hacían eso. Siempre fue un gran conversador, se interesaba por tus cosas y te preguntaba por tus gustos y aficiones y nosotros siempre estábamos dispuestos a escuchar sus aventuras ya que tuvo una vida poco convencional y entre sus muchas andanzas fue corredor de autos. Su risa, profunda y escandalosa abarcaba la terraza entera y su voz profunda siempre era un indicativo de que estabas en casa y entre gente querida. Mi papá siempre le tuvo un cariño muy especial, será porque las almas nobles se juntan de vez en cuando.
Eran un grupo de amigos compacto y completo: los Márquez, con el tío Nacho y sus bromas, la tía Cristy, una de las mujeres más bellas que he conocido, con una sonrisa dulce, una mirada suave y una voz cantarina. El tío Jorge y la tía Chita Rosado con su siempre melodioso acento yucateco y sus palabras que te envolvían en un ambiente de tranquilidad y alegría, Alberto Mendoza y Conchita con su algarabía española y deseo por disfrutar cada minuto de la vida; deseo que se le quedó pegado al cuerpo desde los días en los que tuvo qué caminar los Pirineos en pleno invierno durante la Guerra Civil y pasó hambre y frío, y que la acompañó en ese barco que vino a dar a México. Esa infancia de carencias la convirtieron en una mujer generosa y alegre como una castañuela. Los Santiago a veces se unían a estas tertulias, pero la cosa es que el tío Adolfo, aunque adoraba a mi padre y a mi tío Jorge, era una persona reservada y muy celosa de su tiempo por lo que prefería quedarse en casa a tocar melodiosas piezas de bossa nova, y la tía Lucy prefería leer y asolearse en bikini en su casa de Las Águilas, ella era una mujer diferente en todos los sentidos, con un deseo de cultura que no tenían las demás mujeres de sus tiempos, tanto así que fundó el "Centro de Estudios" en donde se impartían clases de historia, literatura, antropología e historia del arte. Ejemplar y diferente sin duda alguna.
De ese grupo ya sólo quedan la tía Lucy, tía Chita y Conchita. El tío Jorge murió hace unos días apenas. Y ahora que con su muerte rememoro esos días, me doy cuenta de lo afortunada que fui por crecer rodeada de todas esas personas que circulaban por nuestras vidas como circula el viento a través de las ventanas. Y nosotros abríamos las ventanas de la casa de Callejón de las Cruces con gusto porque nos gustaba la presencia de todos ellos que nos hacían la vida mucho más placentera.
El tío Jorge permitía que mi papá regara el jardín con su agua, nuestras vidas con su conversación y los sábados con sus risas.
Hace tiempo que no lo veía, pues se fue a vivir a Mérida, su ciudad natal y a la que siempre quiso entrañablemente; ahí llevaba una vida tranquila y cálida. Muy de Mérida pues. Me dice mi prima Pía (que no es prima de sangre sino del alma) que murió tranquilo y que como último acto en este mundo se comió una torta de cohcinita pibil, para después desvanecerse en la regadera y finalmente morir en pocos minutos.
No puedo pensar en una mejor muerte para el tío Jorge que comiendo.
Seguro en esos últimos minutos recordó a mi papá y sus viajes a San Juan. Seguro lo hizo porque es algo que ambos disfrutaban enormemente. Seguro recordó el momento en el que probaban los embutidos que agregarían al guiso, elegían las verduras y aspiraban el aroma de los manojos de hierbas finas. Seguro pensó en eso.
¡Qué tiempos aquellos!
Pero la amistad entre todos ellos fue tan fuerte que los hijos de esos matrimonios nos frecuentamos y nos decimos primos, algunos de ellos me atrevo a decir que son más hermanos que otra cosa, todos tenemos vidas diferentes pero encontramos la manera de conectarnos de vez en cuando, porque con todos ellos crecimos y nos hicimos dolorosamente adultos.
Todos recordamos la entrañable amistad que unía a nuestros padres y yo recuerdo la sonrisa de la tía Cristy, las bromas del tío Nacho, la alegría de Conchita y el tono de voz siempre estridente de Alberto, y recuerdo la guitarra y la voz suave del tío Adolfo, y la mirada suspicaz de la Tía Lucy; recuerdo la voz profunda y dulce dela tía Chita cuando cantaba sones yucatecos y por supuesto recuerdo la voz del tío Jorge cuando le reclamaba a mi papá que iba a acabar con el agua de todo el DF la regar su jardín. De todo eso me acuerdo y me siento inmensamente afortunada.
La vida para ellos no estuvo exenta de obstáculos y sinsabores, pero si hay algo que aprender de ese pasado es que la amistad todo lo puede, todo lo soporta y todo lo sobrelleva,
Descansa en paz querido Tío Jorge, ya estarás junto con todos aquellos amigos que se te adelantaron en el camino. Gracias por el agua para regar el jardín de mi papá.
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