Los sábados por la mañana, sin excepción alguna, mi papá regaba su jardín, pero lo hacía con el agua del vecino, y ese vecino era el tío Jorge Rosado. Resulta que en la casa de Callejón de las Cruces a él todavía no la ponían toma de agua, lo que hacía posible que mi papá pudiera regar sin remordimiento y costo alguno. Y todos los sábados mi papá le reclamaba que la rama de nuestro chabacano que daba a su casa, siempre era la más frondosa y cargada de frutos, como si fuera su culpa. Así eran los sábados por la mañana en esas casas, construidas a la par por los dos amigos e ideadas con amor y paciencia por sus dos mujeres: mi tía Chita y mi mamá. Ellos dos compraron el terreno en San Jerónimo, en una época en la que las calles eran brechas todavía y vestigios de un río lodoso, Don Chencho, el dueño era un terrateniente que no se asumía como tal pero que tenía miles de metros en esa colonia, que pronto se convertiría en una de las más bellas de la zona sur de la ciudad, o por lo menos eso pensaba yo.
Después del riego del jardín y de una mañana tranquila, el tío Jorge y mi papá se encaminaban al mercado de San Juan a comprar los ingredientes para la "Olla Podrida" que mi padre cocinaba con toda dedicación durante horas, receta extraída del libro de Cándido, Mesonero Mayor de Castilla que ahora pertenece a mi hijo Gonzalo como herencia de un abuelo al que ama de oídas, siempre acompañado por Jorge Rosado, aquél amigo que compartía ese enorme gusto por la comida. En ocasiones se les unía el vecino de enfrente, Alberto Mendoza, él ya estaba en el callejón cuando nosotros llegamos y le venimos a interrumpir su mundo tranquilo y casi campirano. Tiempo después nos confesó que no le caímos nada bien a nuestra llegada porque en la construcción se tuvo que tirar un gran árbol que tapaba nuestra cochera, pero en defensa nuestra,el árbol ya estaba enfermo. Mi padre nunca en su vida hubiera tirado un árbol sano, Así amaba él la naturaleza.
Poco a poco los Mendoza empezaron a formar parte del círculo de amigos hasta convertirse en invitados imprescindibles de esos sábados.
El tío Jorge siempre se tomaba el tiempo de conversar con niños y jóvenes en una época en la que los adultos no hacían eso. Siempre fue un gran conversador, se interesaba por tus cosas y te preguntaba por tus gustos y aficiones y nosotros siempre estábamos dispuestos a escuchar sus aventuras ya que tuvo una vida poco convencional y entre sus muchas andanzas fue corredor de autos. Su risa, profunda y escandalosa abarcaba la terraza entera y su voz profunda siempre era un indicativo de que estabas en casa y entre gente querida. Mi papá siempre le tuvo un cariño muy especial, será porque las almas nobles se juntan de vez en cuando.
Eran un grupo de amigos compacto y completo: los Márquez, con el tío Nacho y sus bromas, la tía Cristy, una de las mujeres más bellas que he conocido, con una sonrisa dulce, una mirada suave y una voz cantarina. El tío Jorge y la tía Chita Rosado con su siempre melodioso acento yucateco y sus palabras que te envolvían en un ambiente de tranquilidad y alegría, Alberto Mendoza y Conchita con su algarabía española y deseo por disfrutar cada minuto de la vida; deseo que se le quedó pegado al cuerpo desde los días en los que tuvo qué caminar los Pirineos en pleno invierno durante la Guerra Civil y pasó hambre y frío, y que la acompañó en ese barco que vino a dar a México. Esa infancia de carencias la convirtieron en una mujer generosa y alegre como una castañuela. Los Santiago a veces se unían a estas tertulias, pero la cosa es que el tío Adolfo, aunque adoraba a mi padre y a mi tío Jorge, era una persona reservada y muy celosa de su tiempo por lo que prefería quedarse en casa a tocar melodiosas piezas de bossa nova, y la tía Lucy prefería leer y asolearse en bikini en su casa de Las Águilas, ella era una mujer diferente en todos los sentidos, con un deseo de cultura que no tenían las demás mujeres de sus tiempos, tanto así que fundó el "Centro de Estudios" en donde se impartían clases de historia, literatura, antropología e historia del arte. Ejemplar y diferente sin duda alguna.
De ese grupo ya sólo quedan la tía Lucy, tía Chita y Conchita. El tío Jorge murió hace unos días apenas. Y ahora que con su muerte rememoro esos días, me doy cuenta de lo afortunada que fui por crecer rodeada de todas esas personas que circulaban por nuestras vidas como circula el viento a través de las ventanas. Y nosotros abríamos las ventanas de la casa de Callejón de las Cruces con gusto porque nos gustaba la presencia de todos ellos que nos hacían la vida mucho más placentera.
El tío Jorge permitía que mi papá regara el jardín con su agua, nuestras vidas con su conversación y los sábados con sus risas.
Hace tiempo que no lo veía, pues se fue a vivir a Mérida, su ciudad natal y a la que siempre quiso entrañablemente; ahí llevaba una vida tranquila y cálida. Muy de Mérida pues. Me dice mi prima Pía (que no es prima de sangre sino del alma) que murió tranquilo y que como último acto en este mundo se comió una torta de cohcinita pibil, para después desvanecerse en la regadera y finalmente morir en pocos minutos.
No puedo pensar en una mejor muerte para el tío Jorge que comiendo.
Seguro en esos últimos minutos recordó a mi papá y sus viajes a San Juan. Seguro lo hizo porque es algo que ambos disfrutaban enormemente. Seguro recordó el momento en el que probaban los embutidos que agregarían al guiso, elegían las verduras y aspiraban el aroma de los manojos de hierbas finas. Seguro pensó en eso.
¡Qué tiempos aquellos!
Pero la amistad entre todos ellos fue tan fuerte que los hijos de esos matrimonios nos frecuentamos y nos decimos primos, algunos de ellos me atrevo a decir que son más hermanos que otra cosa, todos tenemos vidas diferentes pero encontramos la manera de conectarnos de vez en cuando, porque con todos ellos crecimos y nos hicimos dolorosamente adultos.
Todos recordamos la entrañable amistad que unía a nuestros padres y yo recuerdo la sonrisa de la tía Cristy, las bromas del tío Nacho, la alegría de Conchita y el tono de voz siempre estridente de Alberto, y recuerdo la guitarra y la voz suave del tío Adolfo, y la mirada suspicaz de la Tía Lucy; recuerdo la voz profunda y dulce dela tía Chita cuando cantaba sones yucatecos y por supuesto recuerdo la voz del tío Jorge cuando le reclamaba a mi papá que iba a acabar con el agua de todo el DF la regar su jardín. De todo eso me acuerdo y me siento inmensamente afortunada.
La vida para ellos no estuvo exenta de obstáculos y sinsabores, pero si hay algo que aprender de ese pasado es que la amistad todo lo puede, todo lo soporta y todo lo sobrelleva,
Descansa en paz querido Tío Jorge, ya estarás junto con todos aquellos amigos que se te adelantaron en el camino. Gracias por el agua para regar el jardín de mi papá.