Hoy por la mañana cuando me estaba bañando, escuché en el patio de servicio que queda justo arriba del tragaluz de mi baño, a Elena y Conchita "en pleno güiri-güiri" como diría mi mamá y pensé en lo agradable que era escucharlas platicar. Debí haberles dicho que se pusieran a trabajar, pero de inmediato pensé en lo bueno que era que conversaran y tuvieran ese rato agradable en su trabajo. Ellas siguieron en la plática, pero ¡qué más daba! la limpieza de la casa se haría tarde o temprano.
También pensé en lo afortunada que era por tenerlas en mi vida. Al día de hoy tengo más ayuda de la que necesito, lo sé, porque además tengo a Francisca que cocina dos veces por semana y Chela, la señora que lava la ropa en casa y que me conoce desde que yo tenía 2 años, ¡exacto! hace 53. Llego a pensar que mi casa es como una pequeña empresa porque doy trabajo a cinco personas si incluyo al jardinero quien fuera empleado de mi mamá y ahora hace mi jardincito. Se que podría prescindir de ellos, y más ahora que la situación económica no es la mejor, pero no lo haré y me seguiré "haciendo bolas" para pagarles semana con semana. Conchita, quien vive conmigo, ayuda a sus papás en Puebla, Elena mantiene a su familia trabajando en varias casas y como cantante en bodas y otros eventos los fines de semana; Francisca deja a su hijo en la guardería por poder trabajar en mi casa y Chela...¡Chela! no me puedo imaginar mi vida sin ella: desde que me casé me ha seguido a todas mis casas, sin chistar porque alguna le quedara más lejos. Chela, la que lava y almidona los manteles que heredé de mi mamá a la perfección y que me hace arreglos de costura y la que tiene tal fuerza en los brazos que abre cualquier frasco. ¿Cómo prescindir de alguna de ellas? ¿cómo quitarles su fuente de trabajo?
Ellas son las mujeres de mi vida, porque de una manera dedicada y silenciosa hacen posible que yo lleve mi vida y eso no es poco.
En el pasado, de no haber sido por Licha, que estuvo conmigo cuando mis hijos eran pequeños, yo no hubiera podido trabajar y realizarme como profesional, así de sencillo. ¿Cómo no estarle eternamente agradecida? Gracias a que ella se quedaba en casa, cuidando a mis hijos y atendiendo el hogar, es que yo podía ir a la oficina.
He tenido la enorme fortuna de haber crecido con este tipo de mujeres, trabajadoras, optimistas y con una actitud (entre optimista y estoica) muy peculiar ante la vida. Panchita, de la que ya les he hablado, la cocinera de casa de mis papás, que me dió grandes lecciones en su forma de hablar mitad mixteco y mitad español. A ella le debo el gusto por la cocina, el entender la importancia de respetar a a los mayores, a los muertos (siempre que hablábamos de alguien que ya había fallecido debíamos mencionarlo como "el difunto", así, Simón, el que murió en el incendio de la gasolinera pasó a ser "el difunto Simón") y a la vida en general. Elvira, mi nana que me peinaba pacientemente todas las mañanas, a ella le debo la importancia de empezar mis días con canciones, con palabras dulces y regaños suaves. Ella era mi mamá de las mañanas, antes de irme a la escuela y antes de irme a Liverpool con mi mamá de sangre. Cupertina, que lavaba y planchaba la ropa de manera impecable, de ella aprendí el valor del orden, del detalle y de hacer las cosas bien o mejor no hacerlas, lecciones que frecuentemente se me olvidan. Todos mis recuerdos están atados a ellas, Panchis, Elvis y Cuper (mi tío Nacho Márquez decía que mi mamá le ponía nombres de astronautas a sus empleadas del hogar), gracias a ellas mi vida en Sarto 11-A fue placentera. Las recuerdo con su uniforme de gala cuando algunos funcionarios de le empresa en la que trabajaba mi papá venían a visitarnos y había cenas formales. Un uniforme negro con delantal blanco, que lo portaban con dignidad.
Recuerdo cuando Elvis se fue porque se enamoró del muchacho que atendía la vidriería de "a la vuelta" y hasta la fecha siguen casados, y cuando Cuper también se enamoró perdidamente de Federico, uno de los empleados de la gasolinera de mi Tío Luis y acabó casándose con él y formar una linda familia. Y se fueron hacia un futuro prometedor porque mi mamá siempre tuvo la atención de enseñarles corte y confección, oficio del que vivieron ambas por mucho tiempo, haciendo ropa para muñecas y uniformes escolares.
Elvis todavía me visita y me trae regalos, un arbolito, una fotografía de cuando yo era bebé enmarcado en flores rosas y un arcángel San Miguel para que cuide mi casa y a la que le compro productos Herbalife que es lo que vende para sostenerse a pesar de su avanzada edad, porque este país es demasiado cruel con sus ancianos y nos les procura un bienestar después de que han trabajado toda una vida.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me forjaron y me enseñaron el valor del trabajo y que una mujer no se detiene a pensar cómo hacer para mantener a una familia: va y lo hace.
Comprendo que esta entrada sonará tremendamente elitista, Todavía llevo a cuestas el regaño de una amiga vía Facebook cuando publiqué que para calmarme me gustaba regar mi jardín. ¡Me fue como en feria! porque me dijo, y con toda la razón, que era afortunada de tener siquiera agua para regar el cuando mucha gente carecía de ese servicio. Pero esta es mi vida, una vida que me gusta retratar con palabras y de la que presumo porque desde que salí de casa de mis papás, mi marido y yo la hemos forjado con "el sudor de nuestra frente", y de la que me siento orgullosa.
Una vida en la que procuro darle trabajo aunque sea a cinco personas.
Estoy consciente de lo afortunada que fui y que soy por tener a mi alrededor todas estas mujeres de las que aprendo día con día y que me han enseñado a ser mejor mujer.
Ellas son las mujeres de mi vida porque de una manera dedicada y silenciosa me ayudan a ser feliz. Ni más ni menos.
miércoles, 22 de junio de 2016
martes, 14 de junio de 2016
EL SOFT BALL Y LA CHAROLA DE PLATA DE TITA.
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. Jugaba squash con sus amigos sin haber tomado siquiera una clase y ganaba y por supuesto eso causaba gran enojo entre los que tomaban lecciones regularmente para perfeccionar su juego. Es cierto, no jugaba con gran técnica pero sí con aplomo y habilidad física, lo que lo hacía mejor que muchos jugadores. Para algunas cosas mi papá era arrojado y seguro de sí mismo; de hecho un día que paseaba a sus perros por San Jerónimo se encontró de frente al Lic. Luis Echeverría (al que también le gustaba pasear por esas calles) y le dijo que a ver cuando lo invitaba a jugar tenis a su flamante cancha. Él le dijo que sí, y cuando supimos la noticia todos pensamos sin expresarlo, que ojalá y mi papá se dejara ganar. Por fortuna el licenciado era bastante malo para el deporte en cuestión, supongo que como mucha gente de dinero sólo quiere tener cosas en sus casas no para utilizarlas, sino sólo decir que las tienen (está bien, aquí hay un destello de resentimiento social) . También recuerdo cuando Paul Newman y Robert Redford que entonces era casi un desconocido, filmaron Butch Cassidy cerca de la casa en Tepoztlán, y mi papá se acercó a ellos como si los conociera de toda la vida y platicó largo y tendido. Así era mi papá, con el aplomo necesario para disfrutar muchas cosas en la vida.
Mi papá disfrutaba la vida, eso era lo que hacía, o por lo menos así lo percibo a la distancia.
En estos día no me he podido quitar de la cabeza un recuerdo que es el motivo de esta entrada, así es que empiezo de nuevo:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. De joven jugó soft ball y era bastante bueno, en un equipo de alemanes, cuando él no tenía ni una gota de sangre germana, pero ahí estaba él, el flamante catcher del equipo y siendo noticia por doquier. "El Oso Hammeken hizo esto y lo otro". Por supuesto que coleccionó trofeos al por mayor. Trofeos que desplegaba con orgullo en la biblioteca de nuestra casa de Sarto. Tal vez si los trofeos hubieran sido más bonitos nada de lo que voy a relatar hubiera pasado, pero no sé por qué se empeñan en hacer los trofeos feos y estorbosos. Y seguro mi mamá pensaba lo mismo, porque un día tomo todos los trofeos del Oso y decidió fundiros en una flamante charola de plata. Muy linda la charola y eso sí, al reverso tenía grabado: "recuerdo de los trofeos de E. Mario Hammeken, de los años tal a tal" . ¡Todos los trofeos ganados durante toda una vida convertidos en una charola!. "Pero es que estaban muy feos mi vida y yo no iba a poner algo tan feo en mi nueva biblioteca de San Jerónimo" le dijo Tita . Para la casa de Mixcoac los trofeos no estaban tan mal, pero la de Callejón de las Cruces era otra cosa. No recuerdo si mi papá se enojó o no, y esa era otra cosa asombrosa en él, nunca gritaba, nunca se enojaba con mi mamá, o por lo menos no enfrente de mí y eso es algo que agradezco enormemente, porque siempre me dio un sentido de vivir en un hogar estable. Tal vez sólo respiró hondo y aceptó que en verdad era una charola muy bonita y que pudo haber estado lisa pero ¡no! al reverso tenía una inscripción que daba fe de sus glorias pasadas. Inscripción, supongo que demostraba el amor que mi mamá le tenía. Así es que decidió que esa sería la charola en la que serviría el pavo todas las navidades. Y seguramente decidió que el incidente no era lo suficientemente importante como para amargarle sus días.
Y pensando en esto me viene a la mente otro recuerdo que puede empezar con la misma línea:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes, hasta que tuvo un horrible accidente en Veracruz Puerto, en el que se deshizo la cabeza del fémur. Estuvo dos días en una clínica del Seguro Social, en donde el personal médico no se preocupó por atenderlo. Lo tuvieron en una plancha de acero y ni siquiera una enfermera se acercó para darle algún calmante o de comer. Si lo hubieran atendido apropiadamente, su condición no se hubiera agravado tanto y el no hubiera tenido qué usar bastón por el resto de sus días. Cuando llegó a la ciudad, lo atendieron en el Centro Médico, con un cirujano maravilloso, una operación perfecta pero unos cuidados post operatorios de terror. Las enfermeras era unas verdaderas tiranas, a las que no se les podía decir o pedir nada. Fueron días difíciles para todos, no corría peligro de muerte pero era un hecho que la vida de mi papá cambiaría. Pero aun ahí, en esa habitación de hospital que compartía con un obrero al que le había caído un montacargas encima y había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo y que, cuando hacía sus necesidades en la noche sin darse cuenta, las enfermeras no acudían hasta el día siguiente para cambiarle las sábanas en medio de gritos y malas caras. Era mi mamá quien le llevaba los pañales, el papel de baño y comida a ese pobre hombre porque nadie se ocupaba de él. Y aun en medio del horror, Chuchín encontraba la manera de pasarla bien, de conversar con su compañero de cuarto y de sacar lo mejor de una situación que parecía no tener nada bueno.
Recuerdo cuando nos contó llorando de la risa (literal) la anécdota con "el quemado". Resulta que en ese hospital, tenían a los accidentados por pisos. Los quemados en el tercero, los fracturados en el cuarto, etc. Pero en esa época, el piso de los quemados se había saturado así es que pasaron a un pobre muchacho que se había quemado todo el torso con aceite, al piso de los fracturados. Hasta ahí todo iba muy bien. Lo malo para el muchacho empezó, cuando éste decidió ir a visitar a un compañero de cuarto a su cama, el compañero tenía fracturada la pierna y había que enyesar. Por azares del destino, el muchacho quiso ir al baño y lo llevaron en una precaria silla de ruedas, razón por la cual tuvo qué abandonar su cama. Justo en ese momento, entró la enfermera, vociferando que se debía llevar al paciente de la cama 5 para enyesarle la pierna. El muchacho quemado (el que sólo fue a visitar a su compañero de cuarto) quiso explicarle que él no era el ocupante original de la cama, que el fracturado estaba en el baño y que él era uno de los quemados que habían cambiado de piso, pero ninguno de estos argumentos pareció ser lo suficientemente convincente para la enfermera que sólo dijo: "Usted esta en la cama 5 y aquí dice que debo llevar a enyesar al de la cama 5" y así fue que el muchacho quemado acabó con una pierna perfectamente sana enyesada del muslo al tobillo. Fue a contárselo a mi papa, porque para ese entonces él ya se había convertido en escucha de muchos pacientes y Chuchín, con el riesgo de desajustar su flamante y nuevísima prótesis lloraba y se sacudía de la risa y el muchacho quemado acabó por reír con él.
Así era mi papá, con el aplomo suficiente para encontrar lo mejor de cualquier situación. Porque en días negros como el de hoy en el que me regodeo en el pasado y siento un nudo en la garganta por el temor que le tengo al futuro, comprendo que se necesita aplomo para vivir en el aquí y ahora. Y mi papá lo tenía; porque había tenido su dosis de sufrimientos, no lo dudo y también tenía sus temores hacia el futuro, estoy casi segura, pero él siempre logró que su presente y por añadidura nuestro presente, fuera agradable.
Esa charola de plata ya no está con nosotros, la robaron junto con muchas otras cosas un día en el que mis papás estaban de viaje y entraron unos hombres armados a llevarse todo lo que pudieron.
Me hubiera gustado heredar esa charola, pero me consuelo pensando en que probablemente no me hubiera tocado a mí sino a mi hermano Mario, el mayor.
Eso no importa, tengo algunas otras cosas de mi papá que me recuerdan de manera constante que para ser feliz se necesita tener aplomo. La felicidad no viene "de a gratis".
Mi papá disfrutaba la vida, eso era lo que hacía, o por lo menos así lo percibo a la distancia.
En estos día no me he podido quitar de la cabeza un recuerdo que es el motivo de esta entrada, así es que empiezo de nuevo:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes. De joven jugó soft ball y era bastante bueno, en un equipo de alemanes, cuando él no tenía ni una gota de sangre germana, pero ahí estaba él, el flamante catcher del equipo y siendo noticia por doquier. "El Oso Hammeken hizo esto y lo otro". Por supuesto que coleccionó trofeos al por mayor. Trofeos que desplegaba con orgullo en la biblioteca de nuestra casa de Sarto. Tal vez si los trofeos hubieran sido más bonitos nada de lo que voy a relatar hubiera pasado, pero no sé por qué se empeñan en hacer los trofeos feos y estorbosos. Y seguro mi mamá pensaba lo mismo, porque un día tomo todos los trofeos del Oso y decidió fundiros en una flamante charola de plata. Muy linda la charola y eso sí, al reverso tenía grabado: "recuerdo de los trofeos de E. Mario Hammeken, de los años tal a tal" . ¡Todos los trofeos ganados durante toda una vida convertidos en una charola!. "Pero es que estaban muy feos mi vida y yo no iba a poner algo tan feo en mi nueva biblioteca de San Jerónimo" le dijo Tita . Para la casa de Mixcoac los trofeos no estaban tan mal, pero la de Callejón de las Cruces era otra cosa. No recuerdo si mi papá se enojó o no, y esa era otra cosa asombrosa en él, nunca gritaba, nunca se enojaba con mi mamá, o por lo menos no enfrente de mí y eso es algo que agradezco enormemente, porque siempre me dio un sentido de vivir en un hogar estable. Tal vez sólo respiró hondo y aceptó que en verdad era una charola muy bonita y que pudo haber estado lisa pero ¡no! al reverso tenía una inscripción que daba fe de sus glorias pasadas. Inscripción, supongo que demostraba el amor que mi mamá le tenía. Así es que decidió que esa sería la charola en la que serviría el pavo todas las navidades. Y seguramente decidió que el incidente no era lo suficientemente importante como para amargarle sus días.
Y pensando en esto me viene a la mente otro recuerdo que puede empezar con la misma línea:
Mi papá siempre fue muy bueno para eso de los deportes, hasta que tuvo un horrible accidente en Veracruz Puerto, en el que se deshizo la cabeza del fémur. Estuvo dos días en una clínica del Seguro Social, en donde el personal médico no se preocupó por atenderlo. Lo tuvieron en una plancha de acero y ni siquiera una enfermera se acercó para darle algún calmante o de comer. Si lo hubieran atendido apropiadamente, su condición no se hubiera agravado tanto y el no hubiera tenido qué usar bastón por el resto de sus días. Cuando llegó a la ciudad, lo atendieron en el Centro Médico, con un cirujano maravilloso, una operación perfecta pero unos cuidados post operatorios de terror. Las enfermeras era unas verdaderas tiranas, a las que no se les podía decir o pedir nada. Fueron días difíciles para todos, no corría peligro de muerte pero era un hecho que la vida de mi papá cambiaría. Pero aun ahí, en esa habitación de hospital que compartía con un obrero al que le había caído un montacargas encima y había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo y que, cuando hacía sus necesidades en la noche sin darse cuenta, las enfermeras no acudían hasta el día siguiente para cambiarle las sábanas en medio de gritos y malas caras. Era mi mamá quien le llevaba los pañales, el papel de baño y comida a ese pobre hombre porque nadie se ocupaba de él. Y aun en medio del horror, Chuchín encontraba la manera de pasarla bien, de conversar con su compañero de cuarto y de sacar lo mejor de una situación que parecía no tener nada bueno.
Recuerdo cuando nos contó llorando de la risa (literal) la anécdota con "el quemado". Resulta que en ese hospital, tenían a los accidentados por pisos. Los quemados en el tercero, los fracturados en el cuarto, etc. Pero en esa época, el piso de los quemados se había saturado así es que pasaron a un pobre muchacho que se había quemado todo el torso con aceite, al piso de los fracturados. Hasta ahí todo iba muy bien. Lo malo para el muchacho empezó, cuando éste decidió ir a visitar a un compañero de cuarto a su cama, el compañero tenía fracturada la pierna y había que enyesar. Por azares del destino, el muchacho quiso ir al baño y lo llevaron en una precaria silla de ruedas, razón por la cual tuvo qué abandonar su cama. Justo en ese momento, entró la enfermera, vociferando que se debía llevar al paciente de la cama 5 para enyesarle la pierna. El muchacho quemado (el que sólo fue a visitar a su compañero de cuarto) quiso explicarle que él no era el ocupante original de la cama, que el fracturado estaba en el baño y que él era uno de los quemados que habían cambiado de piso, pero ninguno de estos argumentos pareció ser lo suficientemente convincente para la enfermera que sólo dijo: "Usted esta en la cama 5 y aquí dice que debo llevar a enyesar al de la cama 5" y así fue que el muchacho quemado acabó con una pierna perfectamente sana enyesada del muslo al tobillo. Fue a contárselo a mi papa, porque para ese entonces él ya se había convertido en escucha de muchos pacientes y Chuchín, con el riesgo de desajustar su flamante y nuevísima prótesis lloraba y se sacudía de la risa y el muchacho quemado acabó por reír con él.
Así era mi papá, con el aplomo suficiente para encontrar lo mejor de cualquier situación. Porque en días negros como el de hoy en el que me regodeo en el pasado y siento un nudo en la garganta por el temor que le tengo al futuro, comprendo que se necesita aplomo para vivir en el aquí y ahora. Y mi papá lo tenía; porque había tenido su dosis de sufrimientos, no lo dudo y también tenía sus temores hacia el futuro, estoy casi segura, pero él siempre logró que su presente y por añadidura nuestro presente, fuera agradable.
Esa charola de plata ya no está con nosotros, la robaron junto con muchas otras cosas un día en el que mis papás estaban de viaje y entraron unos hombres armados a llevarse todo lo que pudieron.
Me hubiera gustado heredar esa charola, pero me consuelo pensando en que probablemente no me hubiera tocado a mí sino a mi hermano Mario, el mayor.
Eso no importa, tengo algunas otras cosas de mi papá que me recuerdan de manera constante que para ser feliz se necesita tener aplomo. La felicidad no viene "de a gratis".
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