lunes, 10 de noviembre de 2014

Chipotles con Piloncillo

Mi mamá tuvo una infancia difícil, quedó huérfana de padre cuando aún era una bebita así es que creció con una muy joven madre soltera que no supo cómo resolver su vida de otra manera que enviando a sus dos hijos a estudiar lejos. Mi mamá, Martha se llamaba, pasó toda su infancia y buena parte de su adolescencia en San Luis, en un internado de monjas que las hacían bañarse con camisón, para que no tocaran su piel, ni vieran su cuerpo desnudo. Y como su madre no se ocupaba mucho de ella o no tenía el dinero para hacerlo, Martha pasaba sus fines de semana en ese mismo lugar, a menos que alguna amiga se compadeciera y la invitara a pasar unos días con ella. Esa fue la infancia de mi madre, me puedo imaginar que sin muchos momentos felices y por lo mismo hablaba poco de ella. El único recuerdo que le iluminaba la mirada era cuando hablaba de su abuela Doña Rosendita y de cómo cargaba con su anafre y se la llevaba con sus grupo de amigas con las que jugaba cartas. Todas ellas, se sentaba al rededor del fuego y liaban sus propios cigarros. Mi mamá no hablaba mucho, sólo escuchaba los chismes, anécdotas y ocurrencias de aquellas señoras. Así es que los únicos recuerdos lindos que tuvo Martha (Tita para quienes la queríamos) fueron al lado de su abuela Rosendita, una mujer con trenzas blancas que fumaba y jugaba cartas.

Yo no tuve la fortuna de crecer con abuelos. Mi abuela paterna, Doña Colomba,  había muerto cuando yo nací, y de mi abuela materna tengo pocos recuerdos. Sólo que era una mujer extremadamente bella, que vivió con el estigma de haberse enamorado de Juan Lerdo,  un hombre divorciado y que dejó que la vida la convirtiera en una mujer dura. Pero no fue sino hasta que tuvo ese accidente automovilístico que casi la degüella  y que la dejó coja por el resto de sus días, como se le hizo el corazón de piedra. Mi abuela fue una mujer que vivió con cicatrices por fuera y por dentro. Calela, una mujer bella con poco tiempo y paciencia para sus nietos. El recuerdo que tengo es de ella, sentada en una silla, de la biblioteca de mi casa en Mixcoac, poniéndose crema de concha nácar en la cicatriz que le cruzaba todo el cuello, casi de oreja a oreja. No recuerdo que me haya cargado, que haya jugado conmigo o que me haya platicado alguna vez. Mi mamá decía que Calela le enseñó que una mujer no masca chicle en la calle, ni se sienta con las piernas abiertas, ni dice malas palabras porque no se ve bien...¡y es cierto!, pero a mí nunca me dijo nada de eso.

Con todo esto, mi mamá fue una mujer dura también, incapaz de abrazar a sus hijos o darles besos espontáneos. Obsesiva del orden. Sus clósets eran algo único, todo estaba inventariado, las toallas debían estar con los lomos hacia afuera, las sábanas recién lavadas siempre tenían que ir hasta abajo del tambache y muchas cosas mas. Mis hermanos y yo siempre vivimos con el temor de que se enojara por algún descuido, como no poner los calcetines en el cesto de la ropa sucia y que te levantara en la madrugada a hacerlo. No me quejo, todos esos detalles acabaron por formarme para bien o para mal. Tita fue una mamá poco cariñosa, pero la abuela mas amorosa que pisara la faz de la tierra. Así es, mis hijos tuvieron una abuela maravillosa. Todavía me sorprendo cuando recuerdo el desorden que era su casa después de las visitas de los nietos, espadas tiradas por todos lados porque habían jugado a los piratas la tarde entera. Tita nunca jugó conmigo, pero con sus nietos brincaba de cama en cama con una espada de plástico en mano y gritando "¡al abordaje mis valientes!", como todo un personaje sacado de las novelas de Salgari.

Y por esto y por muchas otras cosas mas le estaré siempre agradecida.

Es cierto, Tita nos abrazaba poco, pero siempre hizo de nuestra casa un hogar, en el que también  rondaba Panchita, la cocinera de toda la vida, haciendo las recetas de familia como los chipotles con piloncillo. Uno de los recuerdos mas gratos de mi infancia son esos aromas que siempre emanaban de la cocina. Llegar de la escuela y oler a sopa de pasta, mole, entomatado...¡los frijoles refritos de Panchis!  son memorias que tengo clavadas en el alma.

Hoy replico esa receta, para regalar y para ofrecer a mis invitados y me siento feliz al hacerlo. El aroma de los chipotles en piloncillo me ayudan a recordar que estoy hecha de tradiciones, de recuerdos y recetas de familia. De aromas del plátano al freírse y de los cacahuates tostados para hacer el mole. Me recuerdan que soy Doña Rosendita, Calela y Tita y que cuando cocino soy una fusión de todas ellas, mujeres que liaban sus cigarros, con cicatrices por dentro y por fuera y que yo como ellas, hago lo que puedo de mi vida con los ingredientes que tengo a la mano.

Al día de hoy no me quejo, la receta de mi vida toma forma pero siento que todavía hay ingredientes por agregar antes de meterla al horno y que concluya por completo. Pero lo que me importa es que tengo un libro de recetas, escritas por  las mujeres de mi familia que me da sustento, historia y futuro.






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