jueves, 8 de enero de 2015

EL REGRESO DE LA VACACIÓN

Los regresos de las vacaciones son siempre difíciles, ya sea que hayas salido de viaje o quedado en casa, el regresar a la rutina siempre es complicado. En las vacaciones se crea un ambiente relajado, irresponsable e informal que no tienen los otros días del año. En ocasiones la rutina del día a día abruma y tener días de descanso es como una oleada de aire fresco en nuestras vidas.

Desde que tengo uso de razón, mis regresos siempre han sido complicados, aunque fuera de nuestros fines de semana a Tepoztlán. El ir allá era mágico, desde que salíamos de la escuela el viernes por la tarde y sacábamos de nuestros roperos las cajas que decían "ropa de Tepoz". Camisetas percudidas, jeans agujerados, tennis que ya habían perdido la forma de zapato, y todo con ese peculiar olor a estiércol y campo. Sabíamos que con esa ropa seríamos libres, la podíamos ensuciar y romper sin que hubiera represalia alguna. En Tepoztlán mi mamá se transformaba en una madre muy poco exigente, podíamos hacer y deshacer durante sin que ella se enterara de nuestro paradero durante toda la mañana, "tocábamos tierra" en casa para comer y después desaparecíamos de nuevo hasta que caía el sol. Ahí era feliz. Invariablemente iba conmigo mi primo Oscar, mi compañero de aventuras y de infancia, con él le rentábamos caballos a Doña Mari y nos montábamos en ellos desde la mañana hasta la tarde; eran unos animales viejos y desgastados, uno de ellos tuerto, así es que se tropezaba con cuanta piedra había, y el otro con ínfulas de caballo de salto que cuando veía una barda se enfilaba a ella a todo galope, pero a la hora de saltar se arrepentía y daba unos giros que si no te agarrabas bien de la silla seguro salías volando. Pero todo eso ya lo sabíamos Oscar y yo, eran los caballos de Doña Mari y para nosotros representaban aventuras, sentirnos vaqueros y construir mil fantasías. Recuerdo que en una ocasión, sólo pudimos rentar un caballo, así es que Oscarito iba en ancas, de pronto vimos a dos perros correr despavoridos hacia nosotros, y pronto descubrimos la razón: los perseguía un toro con cuernos inmensos, los perros pasaron junto y automáticamente nos convertimos en blanco del toro; por fortuna el caballo reaccionó mejor que yo, dio la media vuelta como pudo y se lanzó al galope, el toro iba tan cerca que Oscar podía sentir los cuernos en la espalda. Y Tita nunca se enteró de eso, porque en Tepoztlán, cada quién a lo suyo. Mis hermanos buscaban lugares en dónde fumar y estar con los novios y Oscar y yo buscábamos nuevas aventuras en todo momento. Ahí podíamos nadar en los ríos y mojarnos la ropa y esperar con ansia la ida a la cascada con mi papá. Él no nos llevaba, emprendía el camino y esperaba que todos los participantes en la excursión lo siguiéramos. A veces se alejaba tanto que había qué gritarle para poder seguir su voz. Pero siempre podíamos seguir la voz de Chucho, era clara, precisa y sonaba a viento suave. La cascada era un lugar paradisíaco en el que los rayos del sol se lograban filtrar entre la vegetación y parecían caminos forrados de oro. La cascada tenía un chorro de agua tan fuerte que te golpeaba la espalda y de agua tan helada que hacíamos concursos de quién duraba más tiempo debajo de él.

Oscar y yo, siempre nos levantábamos al alba, ayudábamos a mi papá a recoger leña para el calentador y que mi mamá se pudiera bañar con agua caliente. Dicho sea de paso, era la única que se bañaba, en Tepoztlán no era obligatorio el baño diario. Y ahí íbamos Oscar y yo, detrás de Chucho, el "Oso" Hammeken, buscando leña seca y encontrando aromas de campo, anís y felicidad. Y por las noches, preparábamos una fogata para asar salchichas y malvaviscos y contemplábamos las estrellas en el cielo y las luciérnagas en el campo que parecían otras estrellas que bailaban al rededor nuestro. En la casa no había electricidad, y en ese entonces, no había casas alrededor, así que la oscuridad era absoluta, contundente y te abrazaba de tal manera que podías sentir su peso en el cuerpo, pero estábamos con mi papá...estábamos a salvo.

Y Tita ahí estaba también, sentada con sus impresionantes ojos verdes y el pelo negro como esas noches. Ahí sonreía y no había regaños ni reglas. Siempre me gustó su mirada en esos fines de semana porque notaba el inmenso a mor que siempre nos tuvo; y siempre me gustó ver a mis papás en Tepoztlán, porque me daba cuenta de lo enamorados que estaban, ahí juntos, en la fogata, viendo las estrellas, con abrazos largos y tiernos.

Por eso siempre me costaron trabajo los regresos a casa, porque Tita era otra y aunque yo sabía que el amor no se le acababa el fin de semana, me costaba trabajo entender su transformación. De lunes y viernes nuestra vida era ordenada, con muchas reglas a seguir y obligaciones qué cumplir, pero ahora que veo hacia atrás me doy cuenta de lo afortunados que éramos al tener Tepoztlán. Esos fines de semana me hacían entender que mi mamá era una mujer de contrastes y que no importaba que no me abrazara mucho, ahí me abrazaba con su mirada de campo en temporada de lluvia. Y así como desempacábamos la ropa de Tepoz, así mi madre desempacaba el aroma a hierbas que siempre la acompañaba, su sonrisa de río y su voz de rocío.

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