No sé cuando
voy a aprender que en ocasiones hay que esperar a que la vida misma te
encuentre. No hay que salir en su búsqueda sino simplemente hay que sentarse a
esperar. Contigo lo vivía día a día papá, pero son de esas lecciones que uno nada más no
aprende por más que se repasen y repasen en la cabeza. Tu sabías esperar y
esperando disfrutabas cada momento de la vida.
A pesar de que
mi mamá te apuraba a salir al encuentro de los días tu de vez en cuando,
decidías sentarte en tu jardín a sentir, a palpar y a esperar y curiosamente la
vida te traía cosas buenas, pero yo soy de las que trato de encontrar a
la vida de golpe y quiero que todo me suceda aquí y ahora y no me siento a esperar a que la vida me encuentre de una manera tranquila y pausada.
¿Te acuerdas cuando
escalábamos el cerro en Tepoztlán? ¿Cuando me esperabas porque yo no podía
seguirte el paso? Te detenías, me veías, sonreías y emprendías la marcha de nuevo.
Yo te seguía siempre, era fácil verte entre la maleza porque eras alto como los
árboles de guayabas y ancho como los de ciruela.
Recorríamos el
mismo camino, pero siempre tuve la angustia de que me pasara lo que a
Marito un amigo de mi primo Carlos, que se cayó al acantilado en una tarde lluviosa en la subían a la cima de esa misma montaña. Él se desvió porque sabía un buen atajo y quería llegar antes que todos; pero ese día no
llegó a la cima, ni antes ni después. De hecho ya no llegó antes o después a
ningún lado en su vida porque se partió el cráneo a la mitad y quedó con una grave discapacidad mental. Dicen que fuiste tu papá el que se quedó junto a él esperando a que llegara la ayuda.
No conocí a Marito, o
tal vez lo logré ver ahí tirado en el fondo del barranco en una que otra pesadilla, pero oí su historia en mil versiones dependiendo del integrante de la familia que la contara y cada vez que la
escuchaba pensaba que a veces no es bueno tomar atajos; es
mejor recorrer el camino con todos los recovecos y desviaciones. Los atajos
pueden salir contraproducentes como nos lo enseñó Marito.
Así, con el
constante temor de que me pasara lo que a él, trataba de seguir tu paso .
“Papi ¿en dónde
estás?”
“¡Uau Tutui!” me contestabas
“Creí que ya
te me habías perdido, no camines tan rápido”
“Tú nunca te
me vas a perder lombriz ¡nunca!”
Me aferraba a
tu mano, y así esperaba a que el atardecer llegara, a que el olor a anís
perfumara el campo y a que las estrellas cuajaran el cielo; y en esos momentos
sabía con certeza que no había caso en apresurar las cosas, porque todo sucedía cuando debía suceder. Y
si no pasaba nada, ¡ya vendría el día siguiente!.
Pero las
lecciones a veces se olvidan papá, uno
pierde el rumbo en la montaña y trata de tomar atajos. Se me pierde tu voz y me doy cuenta de que la vida
no siempre viene con un mapa sino que hay que ir trazándolo sobre la marcha. Ensayo y
error…ensayo y error…ensayo y error…hasta que de nuevo escucho el eco de tu voz
y por fin siento que voy en el camino correcto; y en esos breves momentos de lucidez sé que todo tiene su
propio ritmo y no sirve de nada tomar atajos.
Nadie llega
antes a donde debe llegar.
Ni antes ni
después...
¡Muy cierto! ¡Qué importante es recordar que cada quien tiene su propio ritmo y que hay que escucharse! :)
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