sábado, 30 de septiembre de 2017

CORTINA

UNA CORTINA QUE ONDEA AL VIENTO.

Hace unos días conversaba con mi sobrino Rodrigo y ambos nos confesamos que una de nuestras pasiones es ver a través de las ventanas de las casas. Me dijo que su momento preferido en el día, es cuando la luz del sol por fin se va, el ocaso, y las luces de las habitaciones se empiezan a encender, instantes cálidos y acogedores en el que las familias se reúnen después de largos días de trabajo, encienden las luces de sus recámaras para cambiarse a una ropa más cómoda, para encontrarse con la pareja , los hijos  y contarse los pormenores de la jornada; los que viven solos, encienden la luz para llenar el espacio que les rodea, que no necesariamente está vacío; los que han hecho el bien, encienden sus luces para verse al espejo y los que han obrado mal, encienden una lámpara esperando que su luz artificial borre las sombras de la conciencia.

Cuando era niña, mi mamá me invitaba “a ver casas”; era un pasatiempo que las dos disfrutábamos enormemente. Nos íbamos al Pedregal en donde había muchas casas en construcción, las veíamos en obra negra, después cuando les  estaban dando los últimos acabados y más adelante,  procurábamos ir cuando la casa ya estaba a punto de ser entregada, así,  éramos testigos de la consolidación del sueño de una familia. Muchos años después, mis papás pudieron comprar un terreno en San Jerónimo, y muchos otros años más tarde construir la casa de sus sueños, o ¡bueno! de los sueños de mi mamá porque sospecho que mi papá no tuvo injerencia en el asunto. Con que tuviera jardín, era suficiente para él. Tita hizo la casa a su gusto, siguiendo los recortes de su cuaderno Scribe para dibujo, imaginando cada espacio y conteniendo sus sueños en cada recámara. Y como era nuestra costumbre, íbamos cada semana a ver los avances de la obra y a comer con los albañiles que preparaban una especie de cocido con sardinas, salchichas, arroz y lo que cada quién llevaba de sus casas. Ya no nos imaginábamos cómo iba a ser la vida de otros, sino la nuestra,  y ya no fuimos simples observadoras de los sueños de otros, sino de los nuestros. Creo que en esos viajes comprendí el valor de un hogar.

Y  recuerdo esto, porque ayer, pasé frente a uno de los edificios dañados por el terremoto del 19 de Septiembre, y una ventana estaba abierta, con una cortina de encaje ondeando al viento, en la ventana tres o cuatro plantas verdes y lozanas, seguro las habían regado en la mañana del 19,  y en esta ocasión, la sensación de placer que siempre me ha producido ver ventanas abiertas, con las cortinas descorridas, ayer me provocó una horrible sensación de dolor y desamparo. No pude imaginarme la vida de los que ahí vivían, porque el departamento estaba vacío y lo más probable, con las paredes resquebrajadas, los adornos en el suelo y los muebles fuera de sus lugares. Un ropero que fuera cuidadosamente acomodado en una esquina, ahora estaría inclinado y el adorno que se eligió con todo cuidado, estaría roto en el piso. No pude imaginarme las rutinas cotidianas de los habitantes, porque seguro estaban refugiados en casas de amigos, parientes o en algún albergue, aterrados por un futuro que no alcanzan a  vislumbrar.

Una cortina ondeando al viento, sin que nadie la abra, mojándose con la lluvia porque nadie está ahí para cerrar la ventana. Una casa abandonada con prisas, paredes que lo último que escucharon tal vez fueron gritos de alarma y miedo. Sueños detenidos, aplazados y quizás rotos.  Y hoy, mi única esperanza es que las personas que ahí vivían puedan retomar su vida y sus sueños, y pronto tengan una ventana por la que yo pueda atisbar y que en el ocaso, puedan encender sus luces y seguir con sus vidas interrumpidas.

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